Melquiades León Macía
Médico Especialista en Psiquiatría. Centro Asistencial San Juan de Dios. Málaga.
Hace ya varias décadas Viktor Frankl nos enseñó que “la desesperación es el sufrimiento sin sentido”.
Con esta afirmación no se nos pedía que soportásemos éste sin más, sino que se nos animaba a buscarle un “significado”, una “orientación”, un “sentido” que pasa por reconocer las vivencias de sufrimiento de esos momentos e integrarlas en la propia biografía.
Si no se logra esto, el sin-sentido de estas dolorosas experiencias de vida hace que éstas se conviertan, no pocas veces, en una agresión hacia la propia persona, lo que profundiza aún más en la desesperación y el vacío existencial. Lo que realmente destruye a la persona es este sin-sentido. Estas ideas quiero que sirvan de telón de fondo y de guía introductoria para la siguiente reflexión sobre las ideas suicidas en contextos del sufrimiento en enfermedades terminales.
Comenzaré advirtiendo que cada uno de estos términos (suicidio, sufrimiento y terminalidad) plantean tal multiplicidad de cuestiones a su alrededor que hace muy difícil realizar un análisis breve y conciso de este tema sin caer en una visión simplista. Solo la prudencia y cautela en la lectura de esta reflexión puede prevenirnos de esto.
Hablar de sufrimiento en enfermedades terminales significa considerar y dar respuesta, en primer lugar, a los síntomas físicos (dolor, disnea, náuseas, cansancio, deterioro funcional, etc.), psicológicos (angustia, tristeza, desmotivación, apatía, miedo, etc.) y sociales (soledad, dependencia de terceras personas, sobrecarga de sus seres queridos, repercusiones económicas, etc.) que afectan a la persona enferma. No obstante, seríamos tremendamente injustos si nos quedásemos aquí y olvidásemos aquellos otros elementos que tocan de forma más directa, y de lleno, a lo más esencial de la persona: su trascendencia y espiritualidad. Creo necesario recordar ahora algunos datos sobre ideas suicidas y enfermedades terminales.
Entre un 15-25 % de personas con cáncer padecen depresión, siendo esta un trastorno infradiagnósticado y por tanto mal tratado (Pousa Rodriguez et al, 2015). Los síntomas depresivos, la angustia, la sensación de pérdida de control, la baja autoestima, el “sinsentido del presente”, el miedo y la incertidumbre a lo que está por venir son elementos que pesan demasiado en la decisión de querer morir (Robinson et al, 2017).
La incidencia de ideas (y riesgo) suicida en el ámbito de las enfermedades terminales y de aquellas otras que precisan de cuidados paliativos es mayor que en la población general. Hay estudios que hablan de reducción (de un 44 % a un 11 %) de los deseos de acelerar la muerte en pacientes terminales tras tratamiento con antidepresivos (Park, Chung, Lee, 2016).
La primera tarea, por tanto, será determinar en que medida estas ideas y deseos muerte son secundarias a la existencia de un trastorno depresivo y tratarlo. Además de aliviar esta clínica depresiva, se estaría devolviendo a la persona una verdadera y real competencia sobre sus decisiones una vez liberados de la visión oscura, pesimista y sin futuro atribuible a su estado de ánimo.
Avancemos ahora hacia un significado más profundo del término sufrimiento: el sufrimiento existencial.
Este debe entenderse desde la triada: vivencia personal de amenaza a su integridad, impotencia para afrontarla, y agotamiento en sus recursos personales y psicosociales (Comité de Bioética de España, 2020).
En la práctica psiquiátrica, cuando se trata con personas con tal grado de sufrimientos que están valorando acabar con su vida, no resulta nada infrecuente que tras un pausado, sensible, empático y confiado acercamiento a los motivos que le llevan a barajar dicha opción seamos capaces de cambiar la afirmación inicial de “no quiero vivir” por aquella otra de “no quiero vivir así”. Y es que siempre, o casi siempre, hay un “así” como amenaza, un “así” como impotencia y/o un “así” de agotamiento de recursos que lleva a convertir la muerte en la única salida visible y aceptable en esos momentos.
Los estudios nos dicen que, más allá de las situaciones en que se evidencia una patología depresiva, en el ámbito de la enfermedad terminal los pacientes suelen transmitir sus deseos de acelerar su muerte, y esta petición deriva del impacto que su sufrimiento (físico, psicológico, social y existencial) tiene sobre los conceptos de: su dignidad, de sí mismos y del sentido de su vida; de tal modo que las intervenciones dirigidas hacia la búsqueda de un significado y sentido de la vida se asocian con un beneficio clínico en estas personas, y por tanto resultan útiles en el sufrimiento existencial al final de la vida (Guerrero-Torrelles, Monforte-Royo, Rodríguez-Prat, Porta-Sales, Balaguer, 2017).
Utilizando la afirmación de Eric Casell: “Los cuerpos duelen, las personas sufren” podemos decir que el sufrimiento de la persona en situaciones terminales se relaciona de manera particular con una serie de necesidades como: comunicar su dolor y desesperanza, volver a ser dueños de su vida, redefinir los proyectos de futuro bloqueados, integrar sus vivencias actuales dentro del sentido global de lo que ha sido su vida, tener la tranquilidad de que sus seres queridos cuentan también con ayuda para su propia sobrecarga y sufrimiento, sintonizar su sufrimiento y fragilidad actual con su dignidad personal, cerrar de manera coherente y con-sentido una biografía personal que mira hacia el final, encontrar respuestas a muchos «por qué» y «para qué».
Son todos estos sufrimientos los que convierten a la muerte en la única y definitiva solución a la difícil experiencia de vida de esos momentos.
Si damos por válidas las reflexiones anteriores, entenderemos que la petición de acabar con la propia vida es realmente, en no pocos casos (por no decir muchos), un grito desesperado de ayuda para poner fin a estos sufrimientos de la persona (sin mencionar ya a los cuerpos doloridos).
Sería tremendamente dramático centrarnos en atenderles “al pie de la letra” en sus peticiones de morir, olvidando el proceso de búsqueda de los verdaderos significados que su petición tiene y sin darles la oportunidad de recibir respuestas de satisfacción a sus verdaderas, y más profundas, necesidades.
Esta situación de crisis existencial, habitualmente silenciosa (lo que la hace más dramática todavía), debería abordarse a través de un acompañamiento humanizador y humanizante que permita dar respuestas verdaderas a las preguntas: “¿qué está pidiendo realmente?”, “¿qué está necesitando?” y “¿qué le vamos a dar?”.