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02 | Num.333
Fe y conciencia:
dos términos a clarificar.

Francisco José Alarcos Martínez,
Catedrático de Ética Teológica.
Universidad Loyola Andalucía. Granada.

En un diálogo entre personas sensatas no es descartable que se pueda plantear la pregunta ¿tienes fe? ¿Qué significa para ti creer? Digo que no es descartable porque tampoco es habitual que la gente vaya hablando o haciendo ese tipo de preguntas.
Algo parecido ocurre con la conciencia en su sentido moral. Sí es más frecuente que se  utilicen preguntas como ¿te das cuenta? ¿Eres consciente? Pero en una conversación generalmente no se interpela sobre la conciencia moral sino por la epistemológica, por aquella que nos permite estar conectados con lo real, que nos permite describir, entender o interpretar lo que nos va pasando en la vida, aunque esto también daría para reflexionar
como trataremos de hacer más adelante. En cualquier caso, ambos términos nos obligan a un esfuerzo de clarificación. A ello vamos a dedicar buena parte de esta reflexión.
Palabras clave: Fe, Conciencia, Moral, Verdad.
In a dialogue between sensible persons, such questions as “Do you have faith?” or “What does believing mean for you?” cannot be ruled out. Indeed, it may be said that they cannot be ruled out because it is hardly common for people to ask this type
of questions or to discuss such matters. Something similar occurs in the case of the moral conscience. Although it is more common for people to ask questions like “Are you conscious of …?” or “Do you realise that…?”, in most conversations they do
not refer to the moral conscience but rather to the epistemological consciousness which places us in contact with manifest reality and which allows us to describe, comprehend
or interpret what happens to us in life. This brings up other matters, of course, which will be considered further on. In any case, the two terms discussed here call for a clarification and a considerable part of this article will be devoted to providing it.
Keywords: Faith, Conscience, Moral, Consciousness, truth.

Estos dos elementos, el de la fe y la conciencia, exigen desprejuiciarse de las ideas que podamos tener ante ambas cuestiones pues no todos los humanos dotados de conciencia moral han de tener fe religiosa, como tampoco esta es imprescindible para tomar decisiones en conciencia. En la misma medida hay que plantear qué puede aportar la fe y qué vínculos se establecen cuando la conciencia moral se da en una persona creyente.

Desaprender es, a veces, condición necesaria
para acceder al conocimiento de dimensiones
más auténticas de la verdad que deseamos alcanzar como humanos. Probablemente, cuando esto no se da, es que hemos optado por la indiferencia o la instalación en la mentira, también propia de la pereza intelectual, en un momento de la historia donde la verdad solo es fruto de un algoritmo sin remordimiento moral.

Para explorar esta búsqueda no seguimos metodológicamente a Descartes, para quien había que dudar de todo, sino el de la interpelación, el de interpelar a las respuestas que damos sin haberlas masticado personalmente. Con demasiada frecuencia se dan respuestas de otros a preguntas propias. Esta quizá podría ser una de las razones que expliquen esa “desazón estructural” que encontramos en los rincones del alma cuando, sin miedo, nos atrevemos a mirarnos.

Reconstruir un elenco suficientemente estructurado para la comprensión de la fe y de la conciencia rebasa lo que pueda poner en estas breves líneas. 

Mi intención, en lo que sigue a continuación, es más provocativa que especulativa, más existencial que sistemática.

01 | ¿De qué hablamos cuando hablamos de fe?

Responder a esta pregunta tiene mucho de análisis de la realidad y de introspección personal. Con bastante frecuencia se afirma que en nuestro mundo occidental “se ha perdido la fe” y que hace unas cuatro o cinco décadas se creía más que hoy. Si bien es verdad que la secularización recorre prácticamente todos los ámbitos de la vida social y personal, no termino de ver claro que hoy se crea menos. Si aceptamos que la fe es “creer sin ver” habría que afirmar todo lo contrario. Nunca en nuestro próspero mundo se ha tenido tanta fe, tanto creer sin ver.

Otra cosa es que semejante definición de fe sea suficiente para un tratamiento de la fe religiosa. La razón es que toda sociedad desarrollada va generando sistemas para sostenerse. Una de las consecuencias de la modernidad es que hemos generado infinidad de “sistemas anónimos de confianza” (SAC), sin los cuales no  podríamos vivir cada día. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, hacemos continuamente actos de “fe” (de “creer sin ver”) en los SAC sin conocer quién está detrás para que todo esto funcione. 

La confianza se ha trasladado de las personas a los sistemas. Bien sean estos de transporte, de comunicaciones, de energía, de alimentación, de banca, de  servicios sanitarios, acudimos a ellos continuamente. No hay posibilidad de progreso en una sociedad sin generar SAC. Lo interesante aquí es preguntarnos qué ofrecen y la respuesta es: la satisfacción de necesidades de manera muy útil. ¿Es útil tener alimentos frescos en el frigorífico? ¿Es útil y necesario poder acudir al sistema sanitario por la puerta de urgencias? ¿Tener electricidad, información, etc.? Sin duda que sí. Los SAC se crean justo para eso, para atender necesidades que de otra forma sería muy difícil o imposible cubrir. Acudimos a ellos y los utilizamos cuando los necesitamos, y sólo por eso. Pero cada vez que los usamos, los SAC nos exigen fe.

No compraríamos alimentos si desconfiáramos del sistema de garantía de calidad alimentaria, no subiríamos al avión si recelásemos de su mantenimiento o de la pericia del piloto o del sistema de navegación aérea, no iríamos al banco a guardar el dinero o a que nos lo prestasen cuando no lo tenemos, si no confiásemos un
mínimo en el sistema bancario. No entraríamos en el sistema sanitario si no confiáramos en él, aunque desconozcamos a los profesionales que lo integran. Necesitamos, insisto, más fe que nunca para realizar la vida cotidiana en sociedades desarrolladas.

Cuando se ponen en crisis los SAC, es toda la sociedad la que entra en crisis. Todas las crisis sociales no son más que crisis de fe en las desconocidas estructuras que configuran en ese momento nuestro mundo. Si el desarrollo exige fe para satisfacer necesidades de manera muy útil también exige un precio a pagar. Esto
último, el precio, es la tercera característica de los SAC, a saber: todos nos piden algo a cambio, nada es gratis. Satisfacen necesidades de manera muy útil a cambio de un interés, de un precio. Ni la leche es gratis, ni viajar en avión, ni ir al médico, ni dejar el dinero en el banco paraque negocien con él. Nada es desinteresado, ni gratuito, en los SAC.

La cuestión relevante, en consecuencia, es si la fe religiosa es un SAC. La primera constatación que conviene hacer es que la fe no es necesaria. Si lo fuese eliminaría la libertad, el poder decir no. Una fe que hace inviable elegir, discernir para afirmar o negar, no es religiosa.

La experiencia religiosa se ubica en los espacios vitales innecesarios. Esto significa que la religión tiene mucho de “inutilidad”, en el sentido instrumental del término, precisamente porque se arraiga en la experiencia de lo gratuito, de lo inmerecido, de lo donado. A la fe religiosa no se llega desde la lógica del interés, del mérito y
del precio. Si la religión la identificáramos con un SAC, estaríamos situando la relación con el misterio que nos trasciende en el mismo nivel que una estación de servicio. 

Por de pronto, eso no parece muy sensato. Pero es que, además, la religión es valiosa por sí misma. Y, como todo lo valioso, convive con la duda, como afirmaba el cardenal Newman, esto es, cohabita con la incertidumbre. No hay experiencia religiosa sin “noche oscura”, al modo de S. Juan de la Cruz; sin el existencial “temor y temblor” de Sören Kierkegaard. Justo estos elementos son las antípodas de los SAC, dominados por el deseo de seguridad y la disminución del riesgo.

Ahondar en la experiencia de la fe religiosa supone, en segundo lugar, distinguir entre los niveles “fundamentales” y “fundamentantes” del proyecto vital de cada uno. Los SAC ayudan a lo fundamental: acceder a la comida, movernos, curar la enfermedad, tener dinero. Remiten a aquellas realidades que están en el plano de los mínimos y que permiten ir desarrollando la vida cotidiana. Pero no hay ningún sujeto humano que pueda sostener su horizonte vital sólo ahí. Justo esto último es lo fundamendante de la experiencia religiosa, aquello que “da sentido” antes y después de la utilidad y la necesidad, del interés y del precio.

En tercer lugar, los SAC son resultado de acuerdos convencionales entre los humanos, que podemos cambiar cuando no hay consenso en su utilidad, mientras que lo religioso, si se caracteriza por algo, es porque no emerge del acuerdo o contrato sino de una experiencia originaria incondicionada. Esto parece importante subrayarlo. Buena parte de los problemas que hay para entender la experiencia religiosa se deben a que tendemos a pensarla como si fuera un SAC y no como lo que esencialmente es: una inmerecida, misteriosa, intransferible e incondicionalmente gratuita experiencia de regalo, de inmenso abrazo amoroso al alma. Es oportuno aquí hacer caer en la cuenta de que, en los SAC, cuando aparece la  incertidumbre, aparece también la crisis. En la religión, por el contrario, cuando surge la crisis, se abren las puertas de la mística. La incertidumbre nos lanza, en el caso de la religión, a una más plena conciencia del misterio. Aquí no es ya la incertidumbre algo a evitar, sino camino para transitar.

Cuando el crecimiento económico no es posible mantenerlo ilimitadamente los SAC se resienten. Su punto de partida, y de llegada, está en la lógica económica del precio y del intercambio. La experiencia religiosa, sin  embargo, está sostenida en lo intangible, en el “sin precio” de lo más valioso. Su dialéctica nos conduce por lógicas absolutamente distintas y contrapuestas entre sí: por una parte, la del consenso, la utilidad, el precio; por otra, la del agradecimiento por lo inmerecido, la del exceso del don, la de lo impagable, la de lo que no tiene precio porque sobre esa experiencia cobran sentido todas las demás, incluidas las ligadas al coste y la utilidad.

Pues bien, lo fundamentante es anterior a lo fundamental. No es algo que “ponemos” nosotros, sino algo “imponente”. Aunque quiebren todos los SAC por una crisis de confianza, la experiencia religiosa fundamentante y originaria se mantiene viva. No depende de otras experiencias como la necesidad, el interés o el precio. No cotiza en bolsa, ni está sujeta a los vaivenes de los mercados. ¿Cómo sería posible la experiencia religiosa si emergiera de las leyes de la oferta y la demanda? Sin duda alguna, eso no sería religión.

Todo lo imponente es también inmanejable. Los SAC, empero, son adaptables, pues los ponemos y quitamos nosotros. La imponente inmanejabilidad del acontecimiento religioso se ubica fuera de toda administración, aunque la revistamos de sacralidad. La misma sacralidad la establece el hombre, porque es quien otorga la condición de sagrado a espacios, tiempos, seres. Sin embargo, por su mismo ámbito, lo religioso siempre está allende lo abarcable, aprehensible y manipulable. Cosificarlo es reducirlo y, por tanto, anularlo.

La fe entendida como “capacidad de soportar la duda” no es igual a “creer sin ver”. Esta duda interior no esteriliza ni anquilosa la relación con Aquel que trasciende todo, sino que la vitaliza con las potencialidades de la novedad y la creatividad. El Otro me mueve, me conmueve y me remueve. Su conmoverme es un desparalizarme y un desasirme. Rompe el nivel convencional de relación, transvasándolo por el amor. Ahí no cabe el miedo, aunque no se tenga todo claro y distinto.

Sí que caben la pregunta y la duda, como parte misma de esa conmoción. Pero no se trata de una duda ni una pregunta reductible a lo meramente cognoscitivo, sino de un dudar y un preguntarse por aquello que acrisola lo verdaderamente significativo de la existencia. Sólo sabemos de quien nos hemos fiado tras el propio acontecimiento del encuentro, y ahí ya no cabe el miedo al no saber. No conozco, pero sé. Dudo, pero me muevo. Tiemblo, pero espero. Me quiebro, pero me mantengo. Estoy solo, pero el amor incondicional permanece.

02 | Y ¿qué pasa con la conciencia?

Esta “realidad extraña” que somos los humanos viene dada por ser inteligentes. No digo que los vegetales y otras especies animales no tengan alguna forma de inteligencia, pero la tienen a su modo, ajustada. Si ponemos una planta una habitación tenderá a buscar la luz y nunca irá hacia la zona de oscuridad. La necesidad
de luz para hacer la fotosíntesis y no morir genera el fototropismo. Pero la planta no elige la dirección en la que crecer, ese movimiento responde ajustadamente al estímulo externo de manera necesaria.

Algo parecido ocurre con la inteligencia animal entrando en juego el mundo sensorial. Soportan sensaciones primarias de placer y de dolor y ajustadamente  responden acudiendo o huyendo. 

No pueden elegir ir contra el estímulo que sienten. La inteligencia humana es una inteligencia desajustada ante lo real. Este desajuste le viene dado por que puede anticipar y proyectar sin que aún exista. “Piénsalo bien antes de hacerlo” o “haberlo pensado antes” son frases que hemos escuchado desde la niñez. Junto a este carácter anticipativo está el proyectante. Esa capacidad de diseñar la realidad para que sea lo que queremos sin que aun exista. En esta inteligencia humana radica la responsabilidad; hemos de darnos buenas respuestas para tomar decisiones porque podemos anticipar y proyectar las consecuencias antes de que acontezca realmente.

Tomamos conciencia de lo que debemos hacer o no por estar desajustados del medio. Sin esta capacidad no seríamos responsables de ninguna decisión porque todas estarían necesariamente ubicadas en la relación estímulo y respuesta. Por otra parte, esto no es nada nuevo pues los griegos ya hablaban de tres tipos de alma: la vegetativa, la sensitiva y la racional.

Que tengamos una inteligencia desajustada al medio no es lo mismo que “estar alucinando”. El desajuste no implica desconexión mientras que la alucinación sí. Esto considero que es relevante en el tiempo que nos ha tocado existir. Con frecuencia se escuchan conversaciones donde los participantes mantienen posiciones enfrentadas desde el soporte argumentativo: “…y esta es mi verdad”.

Quiero analizar esto brevemente pues es una de las mayores dificultades para poder tomar decisiones en conciencia. Imagine el lector que entro en un aula y digo a mis alumnos: “no me gusta el color verde de las paredes de esta clase”.

Ellos, que son inteligentes, me indican que el color es blanco. En un primer momento pueden pensar benevolentemente que soy  daltónico. Para salir de la duda, uno de ellos, me lo pregunta y le respondo que no. Todos vuelven, aún más sorprendidos, a decirme que estoy equivocado, que el color de la pared es el blanco.

Tras un rato de discusión zanjo la discusión diciendo: “la pared es verde y esta es mi verdad”. Entonces otra alumna, afinando más curiosa e inteligentemente me interpela: “¿ha tomado LSD antes de venir?”

Y como soy de los “militantes de la  transparencia” en todo le respondo que sí. En ese momento todos entienden que es verdad que yo veo la pared verde pero no es real pues es blanca. 

Mi mundo interior y el exterior están desconectados: mi verdad es una alucinación. ¿cómo podré tomar decisiones en las que la realidad quedará afectada sin conexión con ella? 

Esta cuestión no es trivial. Hemos de tomar en serio intentar buscar la verdad desde el rigor que nos da ser inteligentes, conectando el ámbito subjetivo y el objetivo, el interior y el exterior, mi mundo con el mundo. Cada vez que se utiliza como argumento “mi verdad” habría que decir “tu alucinación”. La conciencia humana, en su sentido moral, queda absolutamente degradada para tomar decisiones cuando está desconectada pero no desajustada de la realidad.

Hasta aquí hemos estado hablando de un primer momento, el de la conciencia epistemológica, imprescindible para construir juicios morales. La conciencia moral presupone la cognoscitiva pero su función no es descriptiva sino prescriptiva, genera  deberes y mandatos, desde la aprobación o desaprobación moral: “Haz esto, evita aquello”. Sobre la conciencia llevamos siglos hablando; si es recta o no, verdadera o errónea, invenciblemente errónea, laxa o rigorista. Han sido ríos de tinta los que ha generado desde el ámbito de la teología y la filosofía moral y aún seguimos en ello.

A modo de prudencial tanteo me parece que hemos de establecer una vinculación más intensa entre conciencia e identidad personal. Conectar el quién soy con el qué debo hacer. Esto aclararía aún más el tema de la objeción de conciencia. El Concilio Vaticano II hizo una importantísima reflexión vinculándola a su vez con la dignidad. En el número 16 de la constitución Gaudium et Spes se afirma:  “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente… La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad”. 

La conexión identidad personal, conciencia moral y dignidad humana conforman una trinomía de excelencia moral en la toma de decisiones. Cuando permanezco fiel a quién soy decido dignamente; mi conciencia radicaliza la atención a mí mismo para responder a la realidad que está fuera de mi interpelándome. Esta dinámica ocurre en todos y cada uno de los seres humanos inteligentes.

En la medida que va transcurriendo la vida se producen “instantes” de incondicionalidad ante el deber. La dificultad estriba en que esos instantes son prisioneros de la caducidad del tiempo, son efímeros. Hay algunos, empero, que son más perdurables y que mantienen una vocación de permanencia.

Me refiero a aquellos que emergen del agradecimiento existencial. Mantengo el deber de conciencia como única vía de respuesta por lo recibido sin pedir y sin merecer. Aflora a la conciencia tras un largo proceso de construcción y maduración biográfica.

Esto es posible si nos adentramos en la dinámica narrativa de nuestra existencia, si somos capaces de desvelar el argumento de sentido en el que, como contenido, se descubra que sé quién soy gracias a otros. La fe puede aportar a las decisiones en conciencia la incondicionalidad que, endeudada por gratitud, puede llegar hasta la entrega de la propia vida para mantener su fidelidad a ambas.

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