Francesc Torralba Roselló
Filósofo y teólogo. Catedrático acreditado. Universitat Ramon Llull. Barcelona.
Gracias por la invitación, especialmente en una conferencia de clausura. Lo agradezco de verdad, ya que me siento en un entorno muy amical por diversos motivos: Juan de Dios, el Institut Borja de Bioètica. Además, el tema me resulta familiar. No voy a abordar una definición de hospitalidad ni los obstáculos que conlleva su práctica, sino que intentaré ir un paso más allá e identificar los principales dilemas en la praxis de la hospitalidad. Así, será una especie de mapa o catálogo de dilemas y paradojas que surgen cuando alguien se dispone a recibir a un ser humano en su casa o cuando una institución abre las puertas a un huésped. Son dilemas y situaciones que generan perplejidad y que no resulta fácil resolver.
Quiero destacar la importancia de la inteligencia cooperativa, que actúa de manera especial en los órganos de deliberación, como los comités de ética.
No me propongo explorar ni buscar soluciones a esos dilemas, pero sí exponerlos para suscitar el pensamiento y la reflexión. Estos dilemas no solo están presentes en el ámbito clínico, sino también en los servicios sociales y en el ámbito asistencial en sentido amplio. Algunos de ellos probablemente los viven muchos de los profesionales aquí presentes, y pueden generar perplejidad e incluso angustia, especialmente en una institución cuyo carisma, valor fundamental y razón de ser son la hospitalidad.
Por lo tanto, si se trata de reflejar ese valor en las prácticas habituales y traducirlo en todos los dispositivos de la institución, tanto a nivel provincial como internacional, es indispensable identificar dónde están los dilemas, intentar reflexionarlos y buscar soluciones acordadas, aunque sean solo provisionales.
Empiezo identificando a los dos autores que han profundizado más sobre la noción de hospitalidad: Emanuel Levinas y Jacques Derrida. Son dos grandes pensadores que han abordado de manera amplia la cuestión y el valor de la hospitalidad, especialmente Derrida. En sus obras, ya hay algunos de estos dilemas anticipados. Curiosamente, ambos pensadores provienen de la tradición judía; por lo tanto, la fuente de su inspiración no es Atenas, sino Jerusalén. Esto no es extraño, ya que la idea y el valor de la hospitalidad están expresados en el Pentateuco y desarrollados en el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas paulinas. Recuerden el imperativo paulino: «No olvidéis la hospitalidad».
No es fácil encontrar pensadores occidentales que hayan hecho de la hospitalidad el núcleo de su obra, pero en estos dos casos es así y me han resultado muy inspiradores. Parte de lo que diré se debe a sus obras. También quiero resaltar la aportación de Daniel Innerarity en su obra «Ética de la hospitalidad», que me parece uno de los textos más serios, profundos y complejos en lengua castellana para abordar este valor, esta virtud y este carisma en el caso de San Juan de Dios.
Primero, identificaré de qué hablamos cuando nos referimos a un dilema y luego abordaré siete dilemas. Como mencioné, haré un mapa sin la intención de profundizar en cada uno, ya que eso daría pie casi a otro congreso. Cuando hablamos de dilema, nos referimos a una situación en la que no hay claridad sobre lo que se debe hacer, lo que genera una experiencia que Daniel y Javier Muguerza denominan «perplejidad». Esta perplejidad es lo que ocurre frente a un dilema porque cualquier solución puede parecer inadecuada. Sin embargo, uno debe tomar una decisión.
Así, un dilema es una situación en la que se plantean distintas opciones. Si hay dos opciones, es un dilema; si hay tres, es un trilema; y si hay cuatro, es un tetralema, siguiendo la numeración griega. En cualquier caso, no hay claridad o, más exactamente, no hay evidencia sobre lo que se debe hacer. Descartes dice que las evidencias son aquellas que son claras y distintas por sí mismas, y se refiere sobre todo a las proposiciones matemáticas, al álgebra, a la aritmética y a la lógica formal, donde sí hay evidencias. Pero en el ámbito de la atención sanitaria y social, muchas de estas situaciones carecen de evidencia sobre cuál es la mejor práctica o, al menos, cuál es la menos dolorosa o perjudicial, es decir, el principio del mal menor.
Frente a un dilema, emocionalmente surge una experiencia que llamamos «angustia». Soren Kierkegaard lo retrató de manera extraordinaria en su obra «El concepto de la angustia» (1844). Él dice que el ser humano se angustia porque debe elegir y no sabe qué hacer. En contraste, el animal desconoce la angustia, pero experimenta miedo. Los humanos, además del miedo, sentimos angustia, y el animal no conoce la angustia porque no es capaz de ejercer libremente su vida, ni de errar en su toma de decisiones. En cualquier caso, el dilema tiene un trasfondo emocional que nos angustia.
Esto equivoca nuestra sensibilidad ética; es decir, que un profesional se angustie frente a un dilema significa que tiene claro cuál es el valor principal, pero, por otro lado, se da cuenta de que practicarlo generará un conflicto o que no podrá hacerlo como desearía. Esta angustia, aunque no es placentera de experimentar, tiene una dimensión pedagógica y de crecimiento personal. Rollo May, en su libro «El sentido de la angustia» (1950), dice que hay una angustia patológica que debe ser tratada, pero también hay una angustia relacionada con la toma de decisiones en situaciones complejas que hay que sobrellevar. Si lo hacemos en compañía, es más llevadero.
Además, el dilema genera otra cosa: activa la racionalidad, estimula la sinapsis y las relaciones interpersonales. Nos vemos obligados a pensar; por lo tanto, es un estímulo para la razón. Esto también lo menciona Kierkegaard en «Migajas filosóficas«, donde dice que la paradoja, en lugar de matar la razón, la activa y acelera, porque debe encontrar una salida a la situación en la que se ha ubicado. Pone un ejemplo interesante: un pensador sin paradoja es como un amante sin pasión; es un triste pensador. Tanto las paradojas como los dilemas activan el pensamiento, lo cual es importante, porque a veces nos aturden y nos angustian, pero al mismo tiempo nos obligan a sentarnos y preguntarnos qué hacemos en esta situación y cómo salimos de este atolladero, si queremos ser coherentes con nuestro valor y carisma.
Por otro lado, debemos serlo por tradición histórica, por fidelidad a la Orden y también por proyección pública. Por lo tanto, nos jugamos mucho en la resolución del dilema: la coherencia o incoherencia institucional. El primer dilema tiene que ver con la universalidad de la hospitalidad. Esto está presente en Derrida y también en Levinas. La hospitalidad o es universal, o no es una hospitalidad de calidad. Si es selectiva, sesgada o simplemente prioriza a ciertos grupos, ya no podemos considerarla una hospitalidad universal, que, por otro lado, es fundamental en el ADN de la hospitalidad de Juan de Dios. No se excluye a nadie. Con la expresión que utiliza el papa Francisco, sería una hospitalidad que no sucumbe a la cultura del descarte, una de sus expresiones más utilizadas antes de llegar a la sede de Pedro.
1. Si la hospitalidad es selectiva, no es de calidad; puede serlo por motivos económicos, raciales e históricos. ¿Cuál es el primer dilema? Es muy claro: cómo hacer compatible esta hospitalidad con la saturación de los espacios y de los tiempos. Este es un tipo de dilema que experimentan muchas personas. Quieren abrir la puerta a todos los huéspedes porque sienten que deben hacerlo, pero no hay espacio para todos. Todos los recursos son limitados: no hay camas, no hay albergues, no hay unidades de cardiología o de cuidados intensivos pediátricos para todos. Por lo tanto, se plantea un terrible dilema: ¿cómo hacer compatible la hospitalidad universal con la justicia distributiva, sin sucumbir a la cultura del descarte? Esto implica un esfuerzo adicional y activa la inteligencia cooperativa, exigiendo órganos interdisciplinares que, desde distintas perspectivas, puedan abordar una situación de este tipo. Además, dependiendo de cómo se resuelva, seremos calificados como coherentes o incoherentes con el valor o carisma fundamental que es la hospitalidad universal.
La cuestión no es menor. Este primer dilema se puede encontrar en ocasiones en un recurso social, como un albergue, pero también en una unidad de trasplante o en un centro de psicogeriatría. ¿Cómo seleccionamos? ¿En base a qué criterios? Este es el primer dilema. Naturalmente, hay formas de dar respuesta, pero la universalidad es un rasgo fundamental. Algunos podrían decir que, multiplicando los recursos, es decir, aumentando las casas donde se pueda acoger a más huéspedes, se solucionaría. Y es un hecho que, si uno observa en los últimos 10 o 20 años, ha habido un crecimiento exponencial, especialmente en la Orden Hospitalaria y en los recursos, dispositivos y áreas que abarca.
Sin embargo, suele haber siempre un desfase entre los huéspedes que llaman a la puerta y las posibilidades de recepción y atención de calidad por parte del anfitrión. Se trata de una hospitalidad universal, pero también de calidad. La masificación que conlleva la deshumanización, la saturación y la indisponibilidad del tiempo afectan gravemente la calidad de la praxis de la hospitalidad. Esto lo viven muchos profesionales en su día a día: la gestión de tiempos y espacios, dar tiempos y espacios de calidad.
2. El segundo dilema está relacionado con la siguiente situación: la hospitalidad debe ser universal, pero hay huéspedes que se instalan y, además de eso, desarrollan una dependencia crónica de la institución o del recurso. Este asentamiento puede privar a otros potenciales huéspedes de recibir ese servicio, ya que ellos también tienen derecho a recibirlo. Sin embargo, como ya hay alguien instalado que, por otro lado, podría «volar», se produce un colapso. Este fenómeno de dependencia crónica e institucional puede presentarse en diversas situaciones y no es fácil de resolver.
La hospitalidad no es acoger al otro de manera pasiva; es acoger al otro de tal forma que reciba las herramientas, destrezas y habilidades necesarias para que no tenga que ser acogido de nuevo. La hospitalidad está orientada hacia la emancipación, el empoderamiento y el desarrollo de la autonomía funcional. Excepto en los casos en que, dada la extrema vulnerabilidad del huésped, este deba ser acogido incondicionalmente y de forma vitalicia, en muchas situaciones podría ser desplazado a otro ámbito. Así, se podría «vaciar» esa casa para que otros pudieran ocupar ese espacio y ese tiempo.
Hoy, eso representa otro dilema, que está relacionado con el primero. A veces, este dilema tiene que ver con una praxis que no activa la emancipación o el empoderamiento por parte del huésped, lo que genera una dependencia que choca con la idea de autonomía o autodeterminación.
Hay casos ejemplares de hacerlo bien, por ejemplo, en grupos vulnerables que ya pueden disponer de cierta autonomía, aunque no de una total. Entre la total autonomía y ninguna autonomía, hay estancias intermedias que permiten una cierta autonomía funcional. Esto, a su vez, vacía los primeros ámbitos de extrema vulnerabilidad. Este es el segundo dilema que se puede dar no solo en el ámbito privado, también se puede dar en instituciones públicas. En estos casos, hay una instalación en ese recurso, en esa subvención, de tal modo que se ha convertido en un profesional de la instalación en la institución, y eso no es lo que pretendíamos. Lo que queríamos es que «volara».
¿Cómo lo hacemos para suscitar eso? Pero, por otro lado, no para empujarle a salir de la casa cuando no tiene los dispositivos, ni la habilidad, ni las condiciones, ni los saberes, ni los recursos económicos para esa salida, para ese éxodo a la intemperie. Lo pongo con un ejemplo muy lejano a la Orden, pero he estado reunido con la Junta Directiva de Aldeas Infantiles, de la que formo parte. Estas aldeas acogen a niños en situación de riesgo de vulnerabilidad social hasta los 18 años. Sin embargo, a los 18 años, especialmente en una ciudad donde una habitación cuesta en promedio 800 euros, mientras que el salario de muchos jóvenes no llega a los 1.300 euros. ¿Dónde va este joven? Hay que pensar en una instancia intermedia. Llámese como se llame, eso tiene un coste natural y un peligro: dice «de todos modos me instalo aquí». No estoy hablando de los 18, 25, 30 o 35 años, sino de aquellos que salen y se encuentran con una saturación. El segundo dilema es el dilema de la dependencia crónica.
3. El tercer dilema tiene que ver especialmente con lo siguiente: el huésped no tiene constancia ni conciencia de su vulnerabilidad. No llama a la puerta, pero se está destruyendo. Esto se puede dar en situaciones de adicción, en el terreno social, como la adicción al alcohol. La persona debe reconocer que necesita ser acogida; sin embargo, no reconoce esa situación. En ocasiones, cuando la reconoce, el nivel de adicciones puede dificultar mucho más un proceso de desintoxicación. Hasta ese momento, todos tenían una perspectiva equivocada de lo que le pasaba.
Por eso es interesante cómo funciona en determinados grupos, como los de Alcohólicos Anónimos, tanto en Estados Unidos como en nuestro país. La condición para formar parte de ese círculo es reconocer que se vive una situación de dependencia y que se necesita ser acogido por una comunidad para poder salir de ese atolladero en el que, por distintos motivos, se ha caído. Por eso, el punto de partida es muy claro: «No me llamo Juan Gómez Pérez; soy un alcohólico». Este reconocimiento, esta constatación y conciencia, requiere mucha audacia.
¿Qué ocurre cuando el huésped no es consciente de ello? Me estoy refiriendo a una persona mayor que vive en una vivienda y comienza a tener pérdidas cognitivas, especialmente en su memoria. Se le pudren los alimentos en la nevera, se olvida de llegar a su casa; los vecinos la encuentran en pijama un día en la escalera, y los hijos, con mucho tacto, le dicen: «Mamá, es que quizá necesitas a alguien en casa que te ayude». Y ella responde: «¡Ni hablar! Estas son manías, estoy perfectamente». No hay conciencia de la vulnerabilidad.
Pero es que, además, puede llegar el momento en que necesite un entorno mucho más sofisticado tecnológicamente porque, en su vivienda, dadas las mil barreras arquitectónicas que existen, no es el lugar idóneo. ¿Qué ocurre cuando el huésped no tiene conciencia de su vulnerabilidad? En la relación de hospitalidad, como dice Derrida, siempre hay una asimetría: hay alguien que llama a la puerta porque tiene una carencia: «Tengo sed, tengo hambre, necesito una cama, me duele el molar» o «No sé qué hacer con mi hijo que tiene 40 grados de fiebre y son las 3:00 de la mañana». Acudimos a un ámbito con la esperanza de poder resolver esa necesidad. A veces, las expectativas son infundadas porque el profesional tampoco sabe qué hacer, a pesar de los títulos que tiene en la pared y de la bata blanca que lleva. Esto también representa la humildad del profesional. Pero, en cualquier caso, el huésped va con esa expectativa.
¿Qué ocurre cuando el huésped, a pesar de su extrema vulnerabilidad, no se mueve, no grita, no llama a la puerta? Aquello que dice Emmanuel Levinas: «La ética es la respuesta a la llamada del otro». Utiliza esta expresión tan bella en francés, que es «la peau de l’autre» (la piel del otro): el otro te llama y tú paras y respondes. Esto es ético. Pero ¿y si no llama? ¿Cómo voy a responder? ¿Cuántas personas, que tristemente han practicado el suicidio, no llamaron antes o nadie tuvo ni siquiera indicios de ello? ¿No estaban atentos? ¿O quizás vivían muy secretamente ese proceso y esas ideaciones suicidas? En cualquier caso, es un dilema: ¿cómo salir de la casa para ver al huésped antes de que llegue? Esto significa estar en el umbral de la casa. Es lo que observamos en el episodio de Abraham, que está en el umbral de la tienda viendo quién llega. Si estás adentro, no lo ves. Si estás en la frontera, debajo del umbral, dices: «Allí hay alguien que necesita».
Lo que pasa es que no llama a la puerta. Por ejemplo, hay pobreza vergonzante: hay pobres vergonzantes que no hacen cola en el albergue o en el comedor social, y sin embargo están en una situación de enorme precariedad en casa. Nadie se dio cuenta, nadie se percató de ello. Esta es una hospitalidad, para decirlo con la misma expresión que aparece en la Carta de Identidad, extática, que sale hacia afuera y que, por otro lado, se vincula mucho a esta idea del papa Francisco: salir hacia afuera y no quedarse herméticamente encerrado, esperando que te llamen a la puerta. Hay que salir para resolver este dilema, que es el dilema del huésped que no sabe que es huésped, que no sabe que es vulnerable o que no reconoce su vulnerabilidad, pero que, sin embargo, necesita ser acogido.
A nivel jurídico, esto se resuelve en muchos casos con un ingreso involuntario. Pero hay muchos, muchísimos que deberían ser acogidos y no hay una sentencia de ingreso involuntario o en contra de su voluntad. Bien, hay un cuarto dilema que es el dilema de la hospitalidad y la intimidad personal. La casa es el espacio de intimidad por definición: el hogar, la morada, la casa. Cuando uno abre la puerta, se dispone a compartir su espacio con un extraño.
De hecho, la raíz «xenos» significa extraño, extranjero, «no de aquí». Filoxenia es la hospitalidad, mientras que xenofobia es el miedo al extraño, incluso el odio al extraño. De hecho, hay otro neologismo que es «misoxenía», que se refiere a odiar al extraño. A veces, uno simplemente siente miedo al extraño o al extranjero, que puede transformarse en odio. Entonces, ya estamos hablando del mismo idioma: es odio, que a veces edulcoramos con la palabra «fobia», pero ya no es solo miedo, sino que lo que sientes es odio. Lo que hace esto son discursos de odio, y eso es mucho más grave que el miedo; es una pasión humana muy universal.
4. Por otro lado, ¿qué pasa cuando entra un sujeto extraño en tu propia casa? Se produce una situación de invasión de tu intimidad. Tú compartes un espacio que es tu espacio privado, y el otro entra. Esto puede naturalmente retraer la práctica de la hospitalidad. ¿Por qué? Porque uno no quiere ser invadido por otro olor, otra forma de vivir, otra forma de comer, otra forma de estar. Por lo tanto, esto puede ser un obstáculo. Uno quiere su espacio privado, su entorno, y no quiere ser compartido con otro ser que, por otro lado, es muy extraño. No sé qué quiere, qué desea, qué aspira, cuáles son sus hábitos y creencias. El tema de la intimidad es crucial, pero también el huésped necesita una intimidad y no desea ser expuesto. Esto exige que también tenga su espacio, su privacidad.
Claro, esto choca violentamente contra la masificación. Cuanta más masificación hay, se reduce drásticamente el derecho a la intimidad. Este señor está triste, este señor está llorando, y entre él y su vecino hay una cortina. Esta es la salvaguarda de su intimidad. Sin embargo, el otro se entera perfectamente de las conversaciones, del llanto, de lo que le ha pasado, de las discusiones familiares, de todo su universo personal. Hablamos de dos personas. Piensen en el Hospital de Granada, en San Juan de Dios, y cómo empezó todo allí: tullidos, pobres, niños. Por lo tanto, naturalmente, hay que plantearlo como un proceso gradual. Pero, aun así, la pregunta es cómo hacemos compatible esta hospitalidad, esta apertura a todos y todas, y por otro lado el respeto a la intimidad tanto del anfitrión como del huésped. El anfitrión también tiene derecho a su intimidad, a su espacio íntimo y a no ser invadido. Si experimenta esta invasión, puede que se activen ya sentimientos de aversión, incluso de odio, hacia el que ha llegado. Esto no es extraño en determinados lugares: «Bueno, esto antes era mi casa, esto antes olía a mi cultura, y ahora esto se ha transformado de tal modo que el extraño soy yo en este mundo, en esta ciudad, en esta comunidad, en este barrio». Por lo tanto, se acaba la hospitalidad.
Hay que hacer posible, de algún modo, el mantenimiento de la propia intimidad, incluso la identidad, con la acogida del otro extraño y su intimidad. La intimidad también debe ser respetada porque el anfitrión tiene derecho a la intimidad, pero, en contextos muy saturados, no es fácil. Especialmente cuando a veces hay conversaciones muy difíciles. Uno puede decir: «Bueno, es que tengo que conversar de esto, pero estamos en un entorno donde hay muchas personas, y me incomoda». Y hay que decirlo confidencialmente: «¿Cómo no me iba a incomodar en un espacio así?».
No les pongo un ejemplo muy distinto del ámbito de salud y social, sino del ámbito académico en la tutoría. Cada vez pasan cosas más sorprendentes. Llevo 30 años acogiendo alumnos y hablando con ellos en el plano confidencial. Al principio, venían sobre todo para consultas del temario: «No me ha quedado claro lo que es el sujeto trascendental». Yo les decía: «Bueno, ¿a quién le ha quedado claro eso?». Pero venían con esa idea: «No me ha quedado claro el imperativo categórico, vamos a hablar de eso ahora». Ahora se ha convertido en un verdadero entorno de acompañamiento emocional, de acompañamiento de crisis, de prevención de salud mental. Casi diría que se ha convertido en fórmulas amateurs de psicoterapia, porque no estamos formados para eso, la mayoría.
Si esa alumna te quiere explicar por qué su rendimiento académico ha descendido drásticamente y eso tiene que ver con una separación traumática de sus padres, en la que ella experimenta una enorme culpabilidad, eso requiere de un entorno. Eso no puede ser comunicado en un entorno donde esa persona está expuesta. La exposición es, justamente, el contrario de la intimidad: es poner hacia fuera, de tal modo que se publica. Pero la hospitalidad tiene que ser escrupulosamente respetuosa con el principio hipocrático de guardar el secreto o la confidencialidad. Y ahí surge la pregunta: ¿cómo lo hacemos en equipos interdisciplinarios cuando la historia de este indigente va de mano en mano de educador social, de trabajador social y, a veces, incluso de institución en institución? Este señor tiene derecho a su intimidad. Todo el mundo no tiene que saber que su madre fue asesinada por su padre, que su hermano mayor está en la cárcel de Cuatro Caminos, y que él es adicto. Todo el mundo no tiene que saberlo. Me refiero a todos los profesionales. Esto no es una exposición pública del huésped. ¿Dónde está la privacidad?
Por otro lado, entendemos que, para abordar adecuadamente esta situación, es mucho mejor contar con un equipo interdisciplinario. El paradigma de la «Enterprise» plantea la cuestión de cómo nos informamos entre muchos anfitriones, especialmente cuando la persona acogida tiene una historia que querría ser guardada en secreto. Esto es especialmente relevante para evitar el estigma que ciertas enfermedades, adicciones o conductas pueden generar en el cuerpo social, lo que puede invalidar a la persona para trabajar en ciertos lugares o incluso para alquilar una habitación.
5. Hay otro dilema que es el de la hospitalidad incondicional y la seguridad. Este dilema es muy interesante. La hospitalidad, además de ser universal, es incondicional. Esto es algo serio porque Derrida dice lo mismo en su ensayo sobre la hospitalidad en 1997: «La hospitalidad es incondicional o no es hospitalidad». Esto plantea grandes interrogantes, como los que discutiré a continuación.
La incondicionalidad significa «sans condition», es decir, sin condiciones. Es una exigencia de máximos que, naturalmente, plantea grandes interrogantes. Por ejemplo, Derrida también habla del perdón incondicional, diciendo que «hoy, si no es incondicional, no es perdón». En la ética cristiana, esta dimensión se refleja en las parábolas y textos del Nuevo Testamento relacionados con la práctica del perdón, de donde se deduce fácilmente la incondicionalidad. Esto se relaciona con el concepto de «70 veces 7» de San Agustín, que significa siempre e incondicionalmente.
Sin embargo, cuando hay matanzas, violaciones o genocidios, entramos en un debate complejo. Este es el debate de Primo Levi, el de Janáček, y el de otros grandes supervivientes de Auschwitz-Birkenau. La pregunta es si se puede perdonar lo imperdonable. Pero volvamos a la hospitalidad: ¿es esta incondicional? Claro, incondicional significa «sin condiciones». Pero, a veces, el huésped no cumple con sus deberes y obligaciones. Esto puede ocurrir en un albergue social; sé de lo que hablo. Hay reglas: «No puede entrar droga», «tiene que cumplir unos horarios», «no puede maltratar a otra persona que duerme aquí», «no puede agredir a otro huésped» ni, menos aún, abusar sexualmente de él.
Esto sucede. Entonces, aquí se plantea la universalidad: «Aquí tienen que entrar todos», pero también hay deberes que el huésped debe cumplir. ¿Qué pasa cuando no los cumple reiteradamente? ¿Qué hacemos? Porque, por otro lado, se nos exige una hospitalidad incondicional y universal. Hacemos pedagogía positiva y negativa, pero, en cualquier caso, el huésped sigue sin cumplir esas normas y sigue transgrediéndolas. A veces, no es solo una agresión a otro huésped, sino una agresión al mismo profesional, que tiene miedo y derecho a su integridad física.
Una trabajadora social me decía: «No tengo miedo, tengo miedo de recibir a determinados sujetos porque, si niego este recurso, ¿qué espera? El señor puede agredirme. De hecho, me agredió una vez». Detrás de esa trabajadora social, a veces hay un policía vestido de paisano, que está allí «por si acaso». Claro, esto es hospitalidad, pero, por otro lado, está la integridad de la persona: la seguridad tiene que ser garantizada, así como la intimidad. Estos son derechos fundamentales, según la Declaración Universal de Derechos Humanos, del 10 de diciembre de 1948. Son derechos que tiene el anfitrión, el huésped y la institución como tal.
Aquí hay que mantener el silencio: estas personas se están recuperando de una operación muy grave. ¿Cuántos visitantes hay en un pasillo de un hospital, como si estuvieran en una cafetería? «¡Oiga, por el amor de Dios, aquí hay personas convalecientes! Esto no es una cafetería». Por tanto, también tiene que haber un trabajo de pedagogía del huésped. Por otro lado, la incondicionalidad se manifiesta en que «nosotros os acogemos y no miramos la renta ni el color de piel», pero las actitudes sí las tenemos que observar. ¿Dónde ponemos los límites ante actitudes reiteradamente transgresoras?
La alternativa es dejarlo en la calle, y este señor en la calle puede morir, especialmente si estamos a dos bajo cero. Sin embargo, dentro de este albergue, al menos podría dormir, cenar caliente, ducharse y tener una litera. Pero ¿cómo ha entrado este señor en esas circunstancias? ¿Qué puede hacer a otros que están allí también albergados y son atendidos? Esto plantea la cuestión de la seguridad y la integridad.
6. El penúltimo dilema es el del anfitrión. Antes mencioné al huésped, quien a veces no es consciente de su vulnerabilidad. Alguien llama a la puerta y otros la llaman, y no necesariamente necesita que alguien le llame. Aquí el dilema se presenta en el anfitrión, quien no es consciente de su vulnerabilidad. Sigue operando, sigue recibiendo, sigue en el recurso, pero ha perdido esa habilidad, esa destreza, esa paciencia, y considera que ha perdido la vocación que tenía. Sin embargo, de algo hay que vivir. Está instalado, pero ya no es un buen anfitrión.
Esto también puede suceder a un profesor: a los 30 años tenía gran pasión por enseñar, pero a los 50 podría decir: «Me arrastro por el aula porque de algo hay que vivir». Esto es triste, porque los alumnos se dan cuenta. Claro que se dan cuenta. ¿Cómo no se van a dar cuenta de que ha perdido, en el camino, la vocación y el deseo de enseñar? La misma situación se puede dar en el ámbito de la pastoral, donde el hombre ya no está para dar clases. Todo el mundo se da cuenta, menos él.
Las órdenes monásticas en las reglas más antiguas, como la de San Agustín, mencionan el concepto de corrección fraterna. Alguien en contacto, en el marco de la discreción, debe decir: «A ver, ¿quién se atreve?». Pero al final, es un bien tanto para el anfitrión como para aquellos a quienes acoge. Esto lo hemos visto en la universidad y en distintos ámbitos, por lo que se plantea el dilema del anfitrión, quien no tiene la lucidez para percatarse de que ya no puede desarrollar ese papel con precisión. O simplemente, su voluntad de acoger se ha agotado y, por lo tanto, ya no expresa el valor de la institución.
Si este fenómeno se multiplica, la institución puede perder su valor institucional, ya que esto pasa siempre por las personas que están en primera fila desarrollando la práctica de la acogida. Por diversos motivos, estas personas pueden haber perdido su voluntad o capacidad para hacerlo y, sin embargo, no son conscientes de ello.
El elogio público y la corrección en la privacidad son principios fundamentales en este contexto. Elogiar públicamente a una enfermera, un trabajador social o un médico no solo amplía su autoestima, sino que también proporciona reconocimiento, lo cual es imprescindible. Axel Honneth argumenta que, sin reconocimiento, las personas se encuentran en una situación difícil. Además, el elogio puede convertirse en un ejemplo para los demás.
Por otro lado, la crítica o corrección fraterna privada también es esencial. Hacerlo requiere audacia para el bien de la organización y humildad para recibirla. Esta práctica en el espacio de la privacidad puede ayudar a desarrollar y solventar dilemas organizacionales.
7. El séptimo dilema, que me parece muy relevante en la actualidad, es el de la hospitalidad en el contexto de la tecnología. Vivimos en un entorno de disrupción tecnológica exponencial. Esto no solo se refiere al desarrollo de biotecnologías y nanotecnologías, sino también a las tecnologías de la información y comunicación, la robótica y, especialmente, los sistemas de inteligencia artificial. Este desarrollo es desigual a nivel global; por ejemplo, no es lo mismo Japón que Eritrea.
Este contexto altera los procesos habituales de educar, enseñar, operar e informar. Si bien algunos procesos se mejoran significativamente, otros generan muchas perplejidades sobre si realmente se han mejorado. Sin embargo, es innegable que el desarrollo tecnológico está cambiando tanto las funciones de los anfitriones como la naturaleza del propio espacio de acogida. Comparen un hospital de Granada del siglo XVII con un hospital de alto impacto y alta categoría de investigación del año 2024: la gran diferencia radica, entre otros factores, en el tecnológico.
Es importante considerar que algunas tareas que hasta ahora eran desempeñadas por personas están siendo reemplazadas, especialmente aquellas que son mecánicas, programables, reiterativas y no creativas. Esto plantea una pregunta crucial: ¿podríamos tener un anfitrión tecnológico, o la hospitalidad requiere necesariamente de interacción humana?
Por ejemplo, al llegar a un hotel, uno puede encontrar a una persona en la conserjería pidiendo un carné de identidad para verificar la reserva. Sin embargo, en algunos hoteles y gasolineras, no hay personas; todo está automatizado. Pero cuidado, porque una cosa es informar y otra muy diferente es cuidar o atender. Este punto es interesante: ¿qué tareas son irremplazables y genuinamente humanas? He tratado este tema en dos libros de hace años, enfocándome especialmente en el cuidado.
Sin embargo, existen críticas a esta tesis. En Japón, el país más robotizado del mundo, han surgido las caring machines, máquinas que cuidan. Hay quienes argumentan que estas máquinas ofrecen una calidad de cuidado superior, ya que nunca pierden los nervios, no olvidan las dosis de medicamentos, y están disponibles todo el año, sin experimentar las dificultades emocionales de los seres humanos. La conversación se adapta al gusto del usuario, y nunca llevan la contraria, lo cual puede parecer positivo.
No obstante, esta situación plantea un dilema: ¿realmente podemos reemplazar la interacción humana? Me parece monstruoso que la solución a la soledad no deseada pase por un robot en lugar del compromiso ciudadano para abordar el drama de tantas personas, especialmente ancianos, que viven solos. Esta solución es, en mi opinión, una salida por la tangente brutal.
Por otro lado, es habitual que las máquinas y robots, a menudo antropomórficos, nos entretengan. Su textura, voz y apariencia agradables pueden influir en la experiencia del usuario. Esto plantea un tema interesante sobre cómo el uso de artefactos tecnológicos puede afectar la praxis de la hospitalidad. En algunos casos, la tecnología puede mejorar esta práctica; por ejemplo, puede ayudar a desburocratizar y a resolver tareas que son pesadas, difíciles e incluso dañinas para el anfitrión.
Un ejemplo de esto es el uso de grúas para trasladar pacientes, evitando problemas de salud en quienes brindan cuidado. También existen máquinas que recuerdan la medicación o que realizan video vigilancia para asegurarse de que una persona esté descansando adecuadamente. Sin embargo, esta vigilancia puede vulnerar la intimidad de los usuarios. Así, surge el dilema ético sobre cómo mantener una hospitalidad fiel a su esencia e historia mientras se innova con elementos que pueden liberar al anfitrión para ofrecer una atención más humana.
La tecnología puede liberar al anfitrión de ciertas tareas, permitiéndole centrarse en aspectos donde el artefacto no puede aportar nada. Por ejemplo, en el ámbito educativo, si educar se reduce únicamente a informar, los profesores podrían ser reemplazados fácilmente. Un estudiante puede informarse sobre temas como el ciclo de Krebs o la obra de Federico García Lorca sin necesidad de asistir a una escuela o universidad. Sin embargo, la atención emocional y el acompañamiento que requiere un estudiante que atraviesa una situación difícil, como la separación traumática de sus padres, no pueden ser reemplazados por una máquina.
En conclusión, aunque he mencionado siete dilemas, hay más en la práctica de la hospitalidad. Lo importante es que estos dilemas se reconozcan y se discutan abiertamente. Es fundamental que los directivos y órganos de gobierno de las instituciones donde la hospitalidad es central estén conscientes de estos dilemas. La búsqueda de soluciones debe ser gradual, ya que entre el todo y el nada siempre hay grados. Por ejemplo, aunque no se pueda evitar que la sala de urgencias esté saturada, se puede mejorar la experiencia del paciente al proporcionar sillas cómodas y una fuente de agua fría, así como informar sobre los tiempos de espera. Esto mejora el nivel de hospitalidad, aunque no llegue al modelo ideal.
No debemos perder de vista el arquetipo de hospitalidad y los dilemas reales que enfrentamos, buscando siempre formas de acercarnos más a ese modelo. A menudo, se considera que la ética de máximos es obsoleta, en contraste con lo que se denomina minimalismo ético. Sin embargo, creo que la ética de máximos estimula la actividad mental y la inteligencia. Aunque puede ser frustrante no alcanzarla completamente, siempre debemos esforzarnos por acercarnos a ese ideal.
La ética de mínimos, en cambio, tiende a instalar a las organizaciones en la mediocridad, ya que se limita a cumplir con lo básico. En este sentido, plantear un valor de máximos, como el perdón incondicional, puede ser un desafío, pero también una oportunidad de crecimiento personal y colectivo. Por lo tanto, se trata de identificar grados y avanzar en comunidad, sin perder de vista el horizonte de la hospitalidad.