Por la importancia del tema, por las sugerencias y aportaciones que nos hacen a los profesionales de la salud, reproducimos los siguiente apartados del documento: Reflexiones introductorias; IV La dimensión espiritual: sufrimiento y esperanza; V La Iglesia: una comunidad llamada a estar presente para acoger, cuidar y sanar. Al documento completo se puede acceder en: https://www.humandevelopment.va/es/risorse/documenti/membri-di-un-solo-corpo-amati-da-un-unico-amore-accompagnare-le.html Se respeta el orden de las notas a pie de página según el original, aunque en esta reproducción aparezca un gran salto desde la nota número 1 a la nota número 23.
Reflexiones introductorias
Nota
Se usan tres términos, cercanos pero distintos, para orientar el acercamiento a la dimensión psicológica de la persona. Por lo tanto, es necesario hacer una distinción, reconociendo el vínculo entre estos 3 términos.- La dimensión mental: o sea, la capacidad sensorial e intelectual de la persona para captar e interpretar la realidad de su existencia.
- La dimensión psíquica: o sea, la constitución y la dimensión propia de cada persona para estar en relación con la realidad y con los demás y ser afectada por lo que le sucede.
- La dimensión psicológica: que consiste en el conocimiento de la subjetividad de cada persona: la relación que tiene con su cuerpo, su historia y la narración de su camino personal y social.
01 | (IV) La dimension espiritual: sufrimiento y esperanza
Respirar, abrirse al otro y caminar juntos
Esta pandemia nos sorprendió a todos y nos encontró desprevenidos. Con su carácter absoluto e imprevisto, ha obligado a los gobiernos a adoptar con urgencia medidas sanitarias vinculantes para contener el contagio y prevenir el aumento del número de muertes. Las medidas profilácticas adoptadas variaron de un país a otro, pero todas tendieron al distanciamiento físico o incluso al aislamiento.
Una sensación de miedo se ha instalado entre las personas: el miedo al contagio, el miedo a los demás, el miedo a ser una carga y un desperdicio para la sociedad, el miedo de ser olvidado, el miedo ante un futuro incierto, el miedo de morir. Una ansiedad cotidiana se ha apoderado de nuestras vidas, crea alteraciones de comportamiento tanto para los cuerdos como para los débiles psicológicamente debilitados o de punto de vista psiquiátrico, e incluso a veces empuja a las personas al suicidio.
La soledad física se ha convertido también en soledad espiritual, haciéndonos olvidar el misterio de nuestra creación como comunión y comunidad de personas y el misterio de la fraternidad que nos une como hermanos y hermanas de un solo Padre, en Cristo.
La Iglesia junto con el salmista exclama:
“¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?” (Sal 8,5).
Desde el principio, Dios no quiso que el hombre permaneciera en la soledad existencial, en efecto, «la creación “definitiva” del hombre consiste precisamente en la creación de la unidad de dos seres».
El Concilio Vaticano II subraya con fuerza que:
«Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio “los hizo hombre y mujer” (Gén 1,27) y esta sociedad es la expresión primera de la comunión de personas humanas».
Esto pone de manifiesto la complementariedad y la reciprocidad entre las personas.
El otro como ayuda
La palabra comunión conduce al otro y, en el otro encuentra esa alusión hacia la «ayuda» que deriva, en cierto sentido, del mismo hecho de existir como persona «al lado» de una persona.
«Adán en esta soledad se abre hacia un ser afín a él y que el Génesis (Gén 2, 18 y 20) define como “ayuda semejante a él”».
La palabra ayuda, en hebreo ezer, se usa principalmente para definir a Dios como el que ayuda o trae la salvación frente a amenazas mortales. Esta ayuda interviene en situaciones de peligro mortal. En nuestro caso, es en la soledad primordial donde se le da a Adán una ayuda, un ezer. El otro, que se le asemeja, no se da por placer sino más fundamentalmente por salvación, para cuidar, para no morir en soledad.
En el relato bíblico vemos, por tanto, que la existencia del primer hombre está marcada por una vocación a abrirse al otro, acogerlo, hacerse el prójimo y cuidar el uno del otro.
Nuestra vida humana es una búsqueda de Dios a pesar de nuestras caídas, y la vocación a la comunión con los demás y a cuidar unos de otros queda inscrita en nuestra existencia, aunque podamos rechazarla.
El episodio de Caín y Abel nos ilumina en este sentido: su identidad profunda y, al mismo tiempo, su vocación, es de ser hermanos, a pesar de sus diferencias. La suya es la historia de una hermandad que debía crecer, ser hermosa, pero que en cambio se acabó trágicamente destruida. Por tanto, hay que preguntarse por los motivos más profundos que llevaron a Caín a desconocer el vínculo de fraternidad y, al mismo tiempo, el vínculo de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel.
El Papa Francisco nos advierte, en su Encíclica Fratelli tutti, contra la tentación de no tener en cuenta a los demás:
«Digámoslo, hemos crecido en muchos aspectos, aunque somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles de nuestras sociedades desarrolladas. Nos acostumbramos a mirar para el costado, a pasar de lado, a ignorar las situaciones hasta que estas nos golpean directamente».
Por lo tanto,
“¿Cómo corresponder plenamente a la vocación de fraternidad, impresa en nosotros por Dios Padre? ¿[Cómo] vivir unidos, cuidándonos unos a otros?”.
En Cristo el otro es amado
Dios nos responde enviándonos a su Hijo. El amor y el cuidado de Cristo, el buen samaritano, responden a la violencia de Caín. Se inclina sobre ese hombre herido y moribundo que es mi hermano, mi prójimo.
«En su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También hoy, como Buen Samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Por este don de tu gracia, incluso cuando nos vemos sumergidos en la noche del dolor, vislumbramos la luz pascual en tu Hijo, muerto y resucitado».
Tenemos que admitir que no podemos regenerarnos solos. La fraternidad humana se regenera sólo en y desde Jesucristo, con su muerte y resurrección. Así, la Cruz se convierte en el «lugar» definitivo de la fundación de la fraternidad.
«En Cristo, el otro es aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o un enemigo (…) no hay “vidas descartables”».
En la Cruz de Cristo la fraternidad eclesial queda regenerada, la figura de Caín se corrige en virtud de los lazos de caridad entre los hombres; y esta fraternidad se convierte en
«expresión de interdependencia e interrelación entre sujetos distintos que no pueden ser ellos mismos y no pueden existir ni resistir si se mantienen distantes unos de otros».
Por lo tanto, debemos preguntarnos cómo y cuándo, como familia y / o comunidad, practicamos el «cuidado» en este período particular de pandemia.
“Dios nuestro, Trinidad de amor, desde la fuerza comunitaria de tu intimidad divina derrama en nosotros el río del amor fraterno.” (Encíclica “Fratelli tutti”, oración final)
02 | (V) La iglesia: una comunidad llamada a estar presente para acoger, cuidar y sanar
El acompañamiento pastoral de las personas con sufrimiento psicológico y de quienes cuidan de ellas
En este tiempo, marcado por la pandemia Covid-19, la Iglesia de Cristo se siente particularmente llamada a mostrar su cercanía y solidaridad hacia toda persona que padece el nefasto virus y vive sus consecuencias tanto en el cuerpo como en la mente. La Iglesia desde siempre «se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia». También «hacia los hombres que sufren la Iglesia ha demostrado siempre el más vivo interés; con lo que no hace otra cosa que seguir el preclaro ejemplo de su Fundador y Maestro».
El Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral está recopilando numerosos testimonios de todo el mundo que muestran cómo la Iglesia Católica cuida a una multitud de personas afectadas por el coronavirus. Continuamente, presenta a estas personas, acogidas espiritualmente en la oración y mediante obras de caridad, ante el Señor Jesús, el Divino Médico, para curarlas y sanarlas, devolviéndoles la salud integral. De hecho, para la Iglesia, la salud no sólo se refiere al cuerpo, sino sobre todo la integralidad de la persona con todos sus componentes psicológicos, sociales, culturales, éticos y espirituales. En efecto, creemos que la salud y la salvación se cruzan. No es sorprendente que los dos términos se deriven de la misma raíz salus, es decir, totalidad, plenitud y realización. Desde la perspectiva de nuestra fe, la salud significa precisamente la plenitud de vida en comunión con Dios y con los hermanos. La fuente de esta salud, así como de la vida misma, es el Señor Jesús que dice de sí mismo:
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
Presencia
En el intento de transmitir el mensaje salvador de la plenitud de vida y salud en Cristo a las personas afligidas por la pandemia, el primer deber de la Iglesia es la Presencia Estar presente junto a los que sufren en su cuerpo y su mente es parte integral de la misión evangélica de la Iglesia; si quisiera evadir esta obligación, traicionaría su identidad profunda.
Este compromiso de presencia que ama y sana con esperanza se refiere a toda la Iglesia y no puede ser «delegado» exclusivamente a especialistas del sector: capellanes de hospitales, profesionales sociosanitarios, congregaciones religiosas o asociaciones específicas.
El sufrimiento, incluso psíquico y espiritual, pertenece a la experiencia humana fundamental; nadie en la Iglesia es inmune y puede permanecer indiferente ante ello. En consecuencia, no solo son los que cuidan a los enfermos, los ancianos, los presos, la gente de mar u otras categorías de personas vulnerables a diario, sino es
«la comunidad entera de creyentes la que asiste y consuela, convirtiéndose en una comunidad sanadora que concretiza el deseo de Jesús de que todos sean una sola carne, una sola persona, comenzando por los más débiles y vulnerables».
Se trata de la capacidad de actuar todos juntos en comunión, de una
«presencia que sepa ver, que interceda y sepa tejer con paciencia relaciones que lleven a cada uno a dar su respuesta sanadora».
Por tanto, toda Iglesia local, bajo la guía del obispo, debe redescubrir en sí misma este aspecto de la Presencia Sanadora que configura una comunidad sanadora, comprometida con el cuidado de las relaciones con los demás.
Todos los miembros de esta comunidad, en la variedad de los carismas y ministerios, tienen un papel insustituible y están sujetos de una acción de sanación mutua. Incluso un enfermo, que no puede curarse físicamente, un discapacitado, un anciano o una persona mentalmente frágil, cada uno puede encontrar aquí su propia identidad sana en la relación consigo mismo, con los demás y con Dios. En esta comunidad-que-vive-la-comunión, la gracia sanadora (salvífico-saludable) está presente no solo en una pastoral específica como la de la salud, sino en toda su acción pastoral: en la palabra, en el rito, en el cuidado, en el compromiso social y en las relaciones.
Las personas afectadas por los constantes confinamientos, el aislamiento y la ruptura de las relaciones sociales habituales durante una emergencia sanitaria necesitan recuperar este aspecto esencial de la salud. Hay una profunda conexión entre las relaciones interpersonales y la salud integral de la persona. Las relaciones humanas tienen un poder curativo y terapéutico cuando se abren a la esperanza y al amor. Nacemos de una relación de amor y siempre, incluso sin expresarlo, buscamos el amor. Los lazos emocionales nos mantienen vivos. Por eso, en la Iglesia, desde el principio, puede y debe madurar la conciencia de que cada miembro se convierte en un experto en el arte de las relaciones que se inspira en el amor fraterno y se nutre del de Dios.
Hospitalidad
Ahora, en particular, la Iglesia de Cristo no puede dejar de mostrarse como una comunidad hospitalaria, en la que se puede experimentar el cuidado recíproco, recibido y dado.
Esto corresponde a su naturaleza de familia hospitalaria9 que acoge a los hijos de Dios, sin distinción alguna, especialmente en los momentos de mayor debilidad, y les ayuda a redescubrir la propia identidad, a orientarlos a la plena realización de la vida que hay en ellos y a descubrir su contribución salvífica específica. En este sentido, la misma comunidad parroquial puede ofrecer mucho a través del amor inclusivo, no crítico e incondicional.
En cuanto a las personas con trastornos mentales y que padecen disfunciones psíquicas, en la Iglesia, comunidad sanadora, no puede faltar en una referencia al necesario apoyo psicosocial profesional; sin embargo, incluso en este ámbito, el primer tipo de asistencia es el servicio de amor que puede ejercer todo aquel que se sienta llamado por el Señor.10 La historia de la Iglesia está llena de grandes y elocuentes ejemplos de servicio a las personas que han sufrido en la mente (Santa Dimpna, quien es la patrona de los enfermos con enfermedad mental y emocional, San Juan de Dios… etc.), pero ciertamente todos son capaces de aceptarlas y ser sensibles a ellas. En general, se trata de la atención del corazón que se expresa en la acogida, la escucha y el acompañamiento.
De las voces de la Iglesia en el mundo, recogidas por la Comisión Vaticana Covid-19, se desprende que la primera necesidad de las personas afectadas por la pandemia es precisamente la de ser acogidas y escuchadas fraternalmente. Muchas historias, a veces realmente dramáticas, esperan ser contadas, compartidas y escuchadas.
«Una de las cosas más sanadoras que podemos hacer como personas de fe es escuchar a los demás, escuchar lo que están pasando y satisfacer sus necesidades espirituales».
Lo fundamental es que los líderes de las comunidades escuchen con compasión y sepan orientar a las personas hacia los profesionales de la salud mental en lugar de tratar de resolver los problemas psicológicos por sí mismos o descartar el problema. No tenemos que ser psiquiatras ni especialistas en la materia, pero todos recibimos un llamado espiritual para estar con las personas cuyo sufrimiento físico y mental ha surgido o ha sido amplificado por la pandemia.
Nuestras comunidades deben ser capaces de escuchar, acoger, de una «relación terapéutica», una verdadera compasión, para ayudar al enfermo a superar la sensación de inutilidad y peso social. Y será «un don mutuo»: para los enfermos que no se sentirán discriminados y aislados y para la comunidad cristiana que, cuidando a los miembros más frágiles, testificará que nadie está excluido del cuerpo eclesial.
«La Iglesia es una comunidad sanadora que acoge – o mejor aún, sabe que también está compuesta por – estas debilidades, o no puede llamarse Iglesia».
Acompañamiento
Hay una necesidad verdaderamente urgente de crear espacios de acogida, servicios de escucha y métodos de acompañamiento en nuestras comunidades eclesiales. Es una oportunidad para involucrar a muchos voluntarios laicos, quienes, bajo la cuidadosa guía de los pastores, podrían ser animados a ofrecer su disponibilidad, su tiempo y una presencia reconfortante y sanadora.
El acompañamiento de los enfermos debe ir acompañado del de los familiares. De hecho, toda la familia se ve afectada por hechos relacionados con la enfermedad, con importantes repercusiones en las relaciones entre sus miembros y, en general, en el equilibrio de la estructura familiar.
Será tarea de los pastores encontrar las mejores formas de escucha y acompañamiento para acercarse a los que sufren y a sus familias a la comunión con Dios y con los hermanos.
Podemos sugerir algunas buenas prácticas de acompañamiento espiritual a través de las diferentes herramientas que existen de comunicación, como teléfonos móviles o smartphones, tabletas digitales, y ordenadores / computadoras personales portátiles que han sido utilizados, por ejemplo, por los capellanes de hospitales y pastoral hospitalaria para acompañar a los pacientes, ponerse en contacto con las familias, apoyar al personal sanitario, y cómo celebrar sacramentos, ritos y rituales. También los capellanes de prisiones, con sus colaboradores de las pastorales carcelarias, acompañaron virtualmente a los internos con la reflexión sobre la «buena noticia», brindándoles consuelo y esperanza.
Mientras la emergencia pandémica continúe, este tipo de atención pastoral virtual seguirá siendo una herramienta preciosa de la presencia sanadora junto a quienes experimentan angustia, aislamiento y miedo.
Cualquiera que sea la forma de escuchar y acompañar a las personas que sufren, no se puede separar de la oración. La oración envía un mensaje de bienvenida y le permite a la gente saber que su comunidad los apoya.
Por ello, siempre que sea posible, es conveniente organizar celebraciones litúrgicas con personas con trastornos mentales, sus familias y operadoressociosanitarios y profesionales de la salud mental, voluntarios y todos aquellos que se sientan parte activa de la Iglesia como comunidad sanadora.
El acompañamiento pastoral a las personas con sufrimiento psíquico debe estar vinculado a la catequesis sobre el poder terapéutico y salvífico de los sacramentos de la Iglesia que facilitan el encuentro con Cristo venido para «curar a los contritos de corazón, como «médico corporal y espiritual». Se trata, ante todo, de los dos sacramentos de curación: de la Penitencia / Reconciliación y de la Unción de los Enfermos.
Pero la gracia curativa por excelencia que el Señor ha dado a su Iglesia es la Eucaristía. Dondequiera que se celebre la Santa Misa o Eucaristía y, en particular con la presencia de los enfermos y los que sufren, la Iglesia es una comunidad sanadora, llevando a cabo el amor curativo y redentor de Cristo, y la obra de curación se realiza, restaurando la comunión con Dios y con hermanos.
«La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua».
Por lo tanto, es necesario que se siga celebrando la Santa Misa, especialmente en los lugares de cuidado y sufrimiento humanos, pidiendo al Divino Médico salud y salvación (salus) para todos.
03 | Acompañar significa esperar juntos y mirar hacia la plenitud de la vida
Elementos para continuar la reflexión
El sufrimiento psicológico, siempre ligado a la ansiedad por un futuro que se nos escapa, nunca se reduce a un dolor que pueda tratarse con medios farmacológicos; es una soledad y una obsesión por el abandono y la muerte que solo la Palabra – recibida y compartida – puede curar y sanar.
Sin embargo, hablar no se reduce a expresarse con la voz. Hablar significa estar presente para escuchar al otro, su historia y, a veces, su silencio. La Palabra de Dios, en el relato bíblico y en la predicación de Jesús, expresa la paciencia del Padre, que llama a cada uno a la vida y la confianza, mientras atraviesa la preocupación y la muerte. Este «misterio de fe» se encuentra en las representaciones antropológicas y las escuelas de espiritualidad, que consideran a la persona humana como un ser vivo en camino a su realización.
Necesitamos, hoy más que nunca, la experiencia de quienes trabajan en los campos de la psicología, de la psiquiatría y del acompañamiento social. El diálogo, respetando las competencias, permite considerar todas las dimensiones de la persona.
La dimensión espiritual y la dimensión psicológica tienen muchos puntos de conexión; podemos y debemos fomentar el encuentro entre todos los actores para promover el bien de quienes sufren en soledad.
Las dolorosas condiciones en las que muchos se encuentran a lo largo de su existencia, a veces los llevan al límite de su fuerza física y psíquica. Sólo la amistad fiel y la cercanía fraterna pueden ofrecerles el «agua fresca» de la esperanza, que eleva y consuela.
La Iglesia, comunidad de los discípulos de Cristo, está llamada a hacer el «desvío» hacia el «herido» que hace el Buen Samaritano, para cuidar, levantar y amar a quienes han sido desgarrados en su cuerpo y en su vida interior. La misión de los creyentes y de quienes buscan la Verdad se cumple en términos de mutua hospitalidad, gracias a la cual nos convertimos en hermanos y hermanas en un mismo amor, paciencia y cuidado.
Necesitamos tiempo, todo el tiempo de nuestra vida, para compartir el mensaje de confianza, discreto y seguro, con quienes sufren en las tinieblas de la ansiedad.
«Todos tenemos responsabilidad sobre el herido que es el pueblo mismo y todos los pueblos de la tierra. Cuidemos la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con esa actitud solidaria y atenta, la actitud de proximidad del buen samaritano».
04 | Oración
Dios, Padre nuestro, ternura infinita, tú conoces a cada uno, con su historia, sus esperanzas, sus heridas y su deseo de ser amado. Ven y únete a nosotros, en la intimidad de nuestras vidas y danos tu confianza, tanto en días felices como en noches inquietas.
Jesús, Hermano nuestro, Tú que te has acercado a los hombres y mujeres, heridos por su vida, en su cuerpo y en su vida interior, ven a levantarte y sanarnos, con tu Palabra, tu Amor y tu Perdón.
Espíritu Santo que renueva y da aliento, ven a visitar a los que pasan por la soledad y a quienes les cuesta creer en un mañana feliz. Apoya a quienes traen cercanía y consuelo. Dale a todos, paciencia y paz interior.
Amén.