Cuando la enfermedad se presenta sin llamar a nuestra puerta o a la de nuestros seres queridos, nos sentimos, a la vez, desamparados y vinculados de una manera nueva y aún más profunda. La enfermedad, aunque cierra muchas posibilidades, abre ciertos espacios en los cuales es posible “sentir y gustar internamente” que somos hermanas y hermanos. La enfermedad, paradójicamente, puede vivirse como espacio de fraternidad.