Teología y espiritualidad de un sufrimiento insoportable*.
Alberto Cano Arenas, S.I.
Psiquiatra. Unidad Clínica de Psicología (UNINPSI).
Universidad Pontificia Comillas. Madrid.
Luis Chiva San Román
Psiquiatra. Unidad Clínica de Psicología (UNINPSI).
Universidad Pontificia Comillas. Madrid.
El sufrimiento asociado al suicidio es uno de los desgarros que más desarman nuestra fe. Esta situación límite nos coloca ante una encrucijada creyente que apunta a la comprensión última de la esperanza, la confianza y el amor de Dios. Entonces, el respeto al misterio que palpita en lo profundo del ser humano, cuando el don de la vida se le vuelve insoportable, tendrá que ser la clave de bóveda que sostenga nuestra acción. Desde la fe es posible abrirse a la esperanza definitiva en el Dios de la alianza, que no se desdice de la belleza eterna de aquellos a los que ha creado por amor. Estas páginas quieren ser una pequeña guía para ayudar a quienes escuchan, acompañan, acogen, predican, confiesan y consuelan a víctimas y supervivientes de este dolor.
Palabras clave: suicido, misterio, sentido, belleza, esperanza
The suffering associated with suicide is one of the heartbreaks that most destroys our faith. This extreme situation places us at a crossroads of faith that points to the ultimate understanding of hope, trust and God’s love. When the gift of life becomes unbearable, respect for the mystery that beats in the depths of the human being must be the foundation for our action. Faith makes it possible to open up to the ultimate hope in the God of the covenant, who does not turn his back on the eternal beauty of those whom he has created out of love. This article aims to be a small guide to help those who listen, support, welcome, preach, confess and console victims and survivors of this pain.
Keywords: suicide, mystery, meaning, beauty, hope
* Este artículo es un extracto del libro Cano, A. y Chiva, L. (2022). En la encrucijada del suicidio. Teología y espiritualidadad de un sufrimiento insoportable. Sal Terrae, número 1281 (octubre 2022), páginas 819-832.
01 | El suicidio como encrucijada creyente.
De los muchos desgarros producidos por el dolor humano, el sufrimiento asociado al suicidio es, sin duda, uno de los que más nos desarman y nos hacen zozobrar. Junto con las implicaciones médicas y psicológicas, la realidad del suicidio nos coloca también ante una encrucijada creyente –teológica y espiritual– que nos obliga a hacer pie humildemente en ese hondón tan desposeído de seguridades que sostiene lo más profundo de nuestra fe. Y es que en el suicidio todos sufren: primero, quien lo intenta o lo consuma, que ha luchado probablemente contra el sinsentido y la aflicción; segundo, la familia y el círculo más cercano, convertidos en supervivientes para los que ya nada será igual; pero también quienes los acompañan, los escuchan y los intentan consolar. Sufren todos. Y nadie gana.
Desde la fe el suicidio es encrucijada porque pone en primer plano un haz de límites que apuntan a nuestra comprensión última de la esperanza, la confianza y el amor de Dios. Es decir, nos enfrenta a los límites entre la vida y la muerte, entre el sentido y el vacío, entre la voluntad y la impotencia, entre la resistencia y la extenuación, entre Dios y el absurdo, entre la bondad divina y el sufrimiento del hombre, entre la nada y el amor.
Las páginas que siguen quieren ser, más allá de consideraciones psicológicas, unas sencillas balizas de tipo teológico-espiritual que puedan orientar en la encrucijada del suicidio en el camino a quienes, desde la fe, escuchan, acompañan, acogen, predican, confiesan y consuelan a víctimas y supervivientes de esta encrucijada que se nos clava como espada y a todos nos atraviesa el corazón.
02 | Cuando el don de la vida se hace insoportable
La existencia puede convertirse, para algunas personas y en determinados momentos, en un escenario insoportable. Saben que la vida –cualquier vida– comporta siempre una dosis de sufrimiento más o menos inevitable.
Pero en su caso la cuestión no es que hayan llegado a un punto de dolor que ya no están dispuestos a tolerar. No. Su situación es mucho más compleja: es que su vida entera duele con un dolor total. En otras palabras, el todo de la vida –en su completa largura, anchura y profundidad– se ha hecho insufrible. Y entonces se hace imposible seguir padeciendo o pensar que se pueda sufrir más. Para muchos el suicidio no es una salida, sino que justamente lo que no hay es salida alguna. Porque la negrura se apodera del todo de la existencia.
Entonces, la vida –que desde la fe entendemos como don y tarea– se torna carga insufrible, inaguantable, insoportable, incalmable, inasumible.
Puede sonarnos duro emplear términos así para referirnos a una realidad antropológica que la teología considera como un regalo del Creador. Y, sin embargo, quizás todavía nos faltan palabras para comprender a fondo y perfilar con honestidad lo que de encrucijada y de situación límite tiene para todos, el suicidio.
Este hace que se difumine la frontera que trazamos entre la vida – con su valor –y la muerte –con su sinsentido. El sufrimiento suicida no resulta intolerable, ante todo, por su propia intensidad (si es que esta pudiera medirse), sino por el dolor que comporta una ausencia de horizonte tal que anega la vida toda e impide proyectarse hacia adelante. La persona que se encuentra en situación de alto riesgo suicida siente que ha perdido el sentido absoluto de su propia vida, entendido este en su carácter de significado último y de dirección.
Por eso, cuando el horizonte quiebra (cuando se esfuma el hacia dónde, el para qué o el con quién), emerge ese negro sinsentido que sobrecarga el sufrimiento hasta convertirlo en misterio irreductible. Un misterio que solo se nos desvelará parcialmente, en ocasiones, a tientas y sin que lo podamos agotar. Con todo, ciertos existencialismos fatalistas no logran proporcionar una explicación completa a que, pese al aparente absurdo de la vida, el fenómeno del suicidio sea –afortunadamente– minoritario.
No solo un imperativo biológico nos aferra a la vida. Las más de las veces intuimos que existe una belleza honda y misteriosa en el existir humano. Entonces, ¿qué pasa para que todo esto quede aparentemente velado?
03 | Al final, el misterio
Para la psicología y la psiquiatría contemporáneas el fenómeno del suicidio sigue siendo un reto complejo de comprender y categorizar. El primer gran escollo radica en la relación que se establece entre este y la enfermedad mental. La “estadística del 90%”[1], mediante la cual algunos autores postulan una relación directa y unívoca entre suicidio y patología psíquica, ha sido ampliamente criticada[2]. Así las cosas, no sabemos con seguridad en qué porcentaje de los casos subyace algún tipo de trastorno mental.
Pero cuando estos se dan, las circunstancias que más prevalecen son las siguientes. Primero, los estados depresivos, que se caracterizan por la aparición de un sufrimiento intenso y en los que, además, se suelen alterar las capacidades cognitivas (la forma en la que se percibe el mundo, el futuro y a uno mismo). Segundo, los estados psicóticos (principalmente en el marco de la esquizofrenia y de la manía del trastorno bipolar); se trata de situaciones muy graves en las que, junto a las alucinaciones y los delirios, hace acto de presencia la desorganización conductual, que puede llevar a escenarios suicidas motivados por la angustia que producen determinados contenidos delirantes. Tercero, los trastornos de la personalidad, cuadros de muy difícil manejo en los que subyacen patrones adquiridos en la encrucijada del suicidio de relación que inducen un profundo sufrimiento; y que desembocan, en algunas ocasiones, en episodios autolesivos más o menos graves, de tinte impulsivo, como modo de paliar el dolor psíquico.
Algunos autores reseñan que, previo a la consumación de determinados intentos suicidas, la persona experimenta un estado alterado que se denomina crisis suicida aguda o perturbación afectiva suicida aguda (y que no implica el padecimiento de un trastorno psiquiátrico ni constituye en sí mismo una enfermedad mental). Todas las descripciones de este tipo de trances comparten la vivencia de un sufrimiento psíquico acentuado en el que destacan la desesperanza, la rumiación, la sensación de ser una carga para otros y los sentimientos de pertenencia truncada. Por otro lado, existen suicidios más premeditados, que se preparan durante largos períodos de tiempo y que en muchas ocasiones acontecen en el seno de patologías graves donde el dolor crónico tiene un gran poder perturbador.
Nos situamos, por tanto, ante un fenómeno de enorme complejidad en el que no caben seguridades aparentes. Esto requiere de nosotros dosis altas de respeto y humildad. Porque si somos honestos, nos está vedado conocer qué es lo que lleva a un ser humano, en el hondón de su existencia, a quitarse la vida porque siente ese sufrimiento que hiere de forma agudísima y quiebra su sentido vital. Lo que queda al final es algo así como un misterio psíquico que no podemos aprehender. En definitiva, no nos está permitido juzgar, pues no sabemos nunca del todo qué vive “cada hombre en su noche”, parafraseando el título de la sugerente novela de Julien Green.
04 | La fe también duele
Este misterio de lo psíquico, que experimentan con tanta rotundidad los familiares, el entorno cercano, los acompañantes, los profesionales e incluso el mismo sujeto que se encuentra en situación de riesgo suicida, nos abre a un escenario que trasciende lo puramente médico y lo estrictamente psicosocial. Nos lanza a una dimensión, tanto del sufrimiento como del misterio del suicidio, que es manifiestamente espiritual. No queremos con esto decir que, al dejarnos las ciencias médicas desiertos de respuestas definitivas, tengamos que recurrir a explicaciones religiosas que nos aseguren un porqué. Nos referimos, en cambio, a que el fenómeno del suicidio impacta también en otro plano de la realidad, que posee su propia legitimidad: la dimensión creyente, la vida de fe.
El suicidio toca nuestras convicciones religiosas, muerde nuestra vida espiritual, cuestiona nuestros compromisos creyentes. Y es que, ¿cómo entender esa soledad total y gravosa en la que se vive quien se suicida, cuando desde la fe nos decimos que Dios es presencia, cercanía y bondad?
¿Cómo situarse ante la desesperanza radical de quien ya no es capaz de proyectarse hacia el futuro con sentido, si para nosotros el absurdo está definitivamente vencido en la resurrección? ¿Cómo asimilar la voluntad premeditada de quien (en el seno de un sufrimiento físico o psíquico atroz) comete un acto suicida, cuando afirmamos que “la gloria de Dios es que el hombre viva”[3]? ¿Cómo no enfadarse con el Creador de todas las cosas, que tolera tanta desesperanza, tanta soledad, tanto dolor? ¿Cómo no rebelarse y gritarle al Dios de la alianza demandando respuestas, explicaciones, porqués? ¿Cómo no entender que se le pidan cuentas por regalarnos un don que se convierte en carga insoportable? Más aún, ¿cómo vivirá su fe el creyente que se enfrenta a una crisis suicida? ¿Cómo ora a su Dios? ¿Cómo lucha con sus convicciones? ¿Cómo resiste? ¿Cómo mira a la cruz? ¿Cómo le habla al Señor?
Por tanto, en el suicidio la fe también duele. Porque nos coloca sin vendas en los ojos ante nuestro propio misterio, no siempre del todo sostenido; ante nuestras angustias más hondas; ante el abismo de tener en nuestras manos la decisión sobre el don santo de la vida; ante la pregunta última de por qué, de por quién vivir. Así, el suicidio supone un desgarro retador para la fe. Más todavía cuando asumimos que toca todas las edades, situaciones económicas, niveles educativos, compromisos religiosos, estados sociales, momentos vitales.
Este sufrimiento del sujeto en riesgo suicida, de los supervivientes o de sus familiares, cuando son creyentes, no es solo psíquico, sino también moral y espiritual. Es un sufrimiento total que coge por entero a la persona. Por tanto, más allá de la ayuda terapéutica resultará necesario que los distintos agentes de pastoral atiendan y rescaten también la demanda espiritual que estas situaciones acarrean. Dicha aproximación de fe, que no pretende establecer dicotomías absolutas entre vida mental y vida espiritual, recoge un sufrimiento religioso difícil de expresar en consultas y contextos sanitarios.
En cualquier caso, será importante delimitar suficientemente la demanda espiritual para no confundirla con una petición de ayuda de tipo psicoterapéutico.
El acompañamiento pastoral ofrece un espacio de escucha, discernimiento y consejo desde posicionamientos religiosos y existenciales, con el objetivo de ayudar en el seguimiento de Cristo Jesús. Las consultas psicológicas o psiquiátricas proporcionan un acompañamiento terapéutico en el que subyace la noción de patología, síntoma o disfuncionalidad.
Por tanto, comprender y clarificar la demanda que se presenta –lo cual en ocasiones requiere algún tiempo– permitirá discriminar aquello que puede acompañarse pastoralmente de aquello que pedirá derivación a dispositivos de ayuda profesional.
05 | De internis
La doctrina católica clásica sobre el suicidio solo puede entenderse correctamente desde una teología creatural. Es decir, desde la comprensión que la tradición de la Iglesia hace del ser humano como culmen de la creación. Pero además la antropología cristiana, que se nutre de esta revelación bíblica, va un paso más allá y reconoce en el hombre y en la mujer la imagen y la semejanza con el Creador: son imago Dei[4]. Por eso la vida humana, que Dios valora como “muy buena”[5], es participación en la misma vida divina. En otras palabras, la vida del ser humano es creada, querida y amada por la Trinidad.
Y así, al plantear una noción de la existencia como don de Dios, Benedicto XVI concluye que “el hombre no es el dueño de la vida; es, más bien, su custodio y administrador. Y bajo la primacía de Dios automáticamente nace esta prioridad de administrar, de custodiar la vida del hombre, creada por Dios. Esta verdad de que el hombre es custodio y administrador de la vida constituye un punto fundamental de la ley natural, plenamente iluminado por la revelación bíblica […]. En definitiva, si se quita a las criaturas su referencia a Dios, como fundamento trascendente, corren el riesgo de quedar a merced del arbitrio del hombre”[6].
Dando un paso más, la antropología católica actual concibe asimismo la vida humana desde la categoría de relación. Una relación que se refiere, en primer lugar, a la filiación del hombre y la mujer con Dios, único Señor de la vida y de toda la creación. Pero una relación que también alude a la fraternidad universal con todos los hombres y mujeres de la historia. Este marco de comprensión encierra una verdad creyente fundamental: que el ser humano es creado y sostenido en la vida como hijo amado de Dios.
Con todo, pensamos que es necesario incluir en nuestra aproximación, además, otros datos revelados que introducen elementos centrales de la economía divina de la salvación: la encarnación del Hijo de Dios, que vino al mundo como uno de nosotros para salvar a todos; el anuncio del Reino, que Jesús trae en su misma persona con palabras y obras, y en el que todos los llantos serán enjugados; el bautismo con Espíritu y agua, en el que los pecados quedarán perdonados; la entrega de Cristo en la cruz, en la que el Hijo de Dios muere por cada uno y por todos, sin exclusiones ni rechazos; la resurrección del Señor desde el lugar de los muertos, que le quita al sufrimiento y a la muerte su veredicto final; la promesa universal del Espíritu Santo, que es nuestro defensor y consolador.
De este modo el suicidio se nos representa en toda su complejidad y escapa de planteamientos que lo relegan simplemente a la categoría de pecado; o, peor aún, de escándalo capaz de provocar un contagio social (lo que llegó a alterar incluso las exequias y los ritos de despedida).
El suicidio no puede ser entendido –exclusivamente ni, sobre todo– como una ofensa contra uno mismo, contra el prójimo o contra Dios. Resulta un punto soberbio pensar que algún acto humano pueda ofender el designio primero que sobre cada criatura alienta el Creador. En otras palabras, ¿qué acto humano puede más que el acto salvífico de Dios? El sufrimiento que conlleva el suicidio en todos aquellos a quienes toca de cerca –pocas cosas hay tan dolorosas como sobrevivir al de un ser querido[7]–, es un factor clave para su comprensión.
Hoy sabemos que, incluso cuando el acto suicida no es consecuencia directa de un trastorno mental, el sufrimiento extremo que se soporta puede ser tan intolerable, y la angustia o la desesperanza tales, que la capacidad de juicio se vea nublada hasta el punto de que se pongan en crisis la misma voluntad, la libertad y, por ende, la responsabilidad. ¿Qué sucede entonces en el corazón de un ser humano que decide, intenta o consuma un acto así? ¿Dónde queda su relación creatural? Sinceramente, no lo podemos juzgar. Tampoco la Iglesia puede hacerlo pues, como reza el adagio clásico, de internis neque Ecclesia iudicat. Constituye un misterio sagrado.
En palabras de Benedicto XVI, pronunciadas ante uno de los mayores lugares de sufrimiento contemporáneos: “Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios. Sólo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos hacernos jueces de Dios y de la historia. En ese caso, no defenderíamos al hombre, sino que contribuiríamos sólo a su destrucción”[8].
Por eso, la actitud pastoral en este tipo de situaciones –sobre todo por parte de quienes tienen el encargo de acompañar, predicar, confesar, aconsejar y sostener en la fe– deberá situarse en la clave de la acogida, la misericordia y una comprensión amplia del suicidio, que no le coloque huérfano del plan de salvación de Dios. Esta es la línea que se recoge también en el Catecismo: “Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida. No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida”[9].
06 | ¿Dónde estás, Dios?
“¡Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar! Siempre surge de nuevo la pregunta: ¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción?”[10]. Esta es la interrogación desgarradora del creyente que intenta suicidarse, del padre que recibe la terrible noticia, del amigo perplejo que lo encuentra, del sacerdote que celebrará su funeral. Pero, Señor… ¿dónde estás?
Junto al torrente de emociones y sentimientos que se agolpan (rabia, impotencia, miedo, culpa, enfado, vergüenza, alivio, fracaso, tristeza, soledad, frustración), una recriminación mordiente trasciende lo humano: ¡Dios, dónde estás!
Más allá del sufrimiento psíquico aparece ese otro dolor del alma del que pueden brotar el reproche, la distancia, la rabia o el grito a Dios. Y será un enfado legítimo, que habrá que permitir y permitirse, pues en la dureza atroz de lo inexplicable se transita hacia el espacio de la aparente ausencia de Dios. En este momento de encrucijada existencial la duda de fe solo se sostiene en el hilo de una relación con el Señor que ahora parece difuminarse. ¿Dónde estás, Dios?
Y, la verdad, no parece que Dios, ante el sufrimiento que provoca un suicido, esté ante todo ofendido. ¿Sinceramente podemos pensar al Dios cristiano así? ¿Un Dios preocupado más que nada por sí mismo? ¿Un Dios que, en el dolor del hombre, lo primero que hace es molestarse?
Creemos que no. En el suicidio Dios estará, muy probablemente y, sobre todo, sufriendo. Porque “la fe de los cristianos […] afirma que Dios mismo ha descendido al infierno del sufrimiento y sufre juntamente con nosotros”[11]. Así pues, ¿dónde está Dios en el suicido? Sufriendo.
Por eso, lejos de recomendaciones que pretendan ahogar el reproche y el llanto “debemos seguir elevando, con humildad, pero con perseverancia, ese grito a Dios: Levántate. No te olvides de tu criatura, el hombre.
Y el grito que elevamos a Dios debe ser, a la vez, un grito que penetre nuestro mismo corazón, para que se despierte en nosotros la presencia escondida de Dios”[12].
07 | ¿Por qué permites algo así?
El dolor del que estamos hablando es, en la mayoría de las ocasiones, tremendamente silencioso. La persona con ideas suicidas muchas veces vive su sufrimiento en la más absoluta soledad. Porque el sinsentido, la lucha interna, la sensación de volverse una carga para otros, y tal vez la vergüenza, la culpa o la rabia, hacen que se aísle y los tienda a camuflar. Porque en la sociedad del rendimiento “el dolor se interpreta como síntoma de debilidad […], algo que hay que ocultar o eliminar optimizándolo”[13], de modo que va cortando los lazos que le mantenían unido a la comunidad.
O porque esconderlo fue la forma de evitar su rescate. Es también un dolor silencioso para los supervivientes cercanos. Porque su vida queda permanentemente ligada al acontecimiento, pero pueden haber decidido no hablar de ello, o no con todo el mundo, o no de todo el suceso… y tocará respetar dicha decisión. Y porque puede ocurrir que “el otro prójimo [ya fallecido] importa más que yo mismo”[14] y su dolor se vuelve inaguantable, hasta el punto de que desaparezca todo lo demás.
Es, en definitiva, un dolor solitario, vacío de presencia y de palabra… pero lleno de porqués. No solo de porqués humanos acerca de cuestiones que se hacinan ruidosas en la mente, en busca de motivos que quizás nunca se lleguen a encontrar: por qué hizo eso, por qué ocurrió, por qué no me di cuenta, por qué se me escapó, por qué no hice algo más. También de un porqué creyente que perfora nuevamente nuestra fe y nos obliga a todos (también a quienes tienen que consolar o predicar) a callar con extrema reverencia y humildad: ¿por qué has permitido algo así, Señor? ¡Por qué!
Benedicto XVI lo describe con desabrigo en aquel espacio de sufrimiento extremo y sinsentido: “En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo solo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”[15]. Tales interrogantes no pueden llevarnos, de ninguna manera, a “la insólita justificación de un dios criminal” que “ha exigido el sacrificio”, como recientemente se ha sostenido a propósito de un suceso accidental que causó una grandísima aflicción[16]. Por eso aquellos que acompañan estas situaciones deberán acoger el eco del grito sordo e interior, dirigido al Dios aparentemente escondido, pero deseado, de quienes viven en carne propia el misterio desgarrador del suicidio.
08 | ¿Es posible aún la esperanza? Sobre la belleza eterna de quien se suicidó
Las realidades del dolor y de la muerte nos sitúan ante una atmósfera de la que brota desnudo el interrogante acerca de la existencia de Dios, Más aún, de la bondad de un Dios que tolera tanto sufrimiento y tanto mal. En palabras de von Balthasar, “quizá no exista una pregunta más angustiante para el hombre que esta: ¿cómo puede un Dios, en caso de ¡que exista, permitir el sufrimiento espantoso del mundo, y presenciarlo a lo largo de siglos mientras va continuamente pasando ante sus ojos?”[17].
Es honesto –y necesario– aceptar que tal “angustiante” pregunta pueda emerger también frente a la existencia del suicidio, incluso que surja con enfado y nos rinda hacia la desesperación. Y, con todo, desde la fe podemos confiar en que aún es posible abrirse a la esperanza que viene del Dios de la alianza. Pero… ¿por qué? Pues porque la belleza que Dios pone en sus criaturas es eterna.
Es decir, porque confiamos en que el ser humano que se quita la vida sigue conservando la misma belleza infinita para Dios. Porque aquella belleza irrepetible que sus familiares conocieron no se pierde por ningún acto humano; nunca, pase lo que pase. Porque Dios no se arrepiente, ni se desdice, ni se retracta de la belleza de aquellos a quienes ha creado por amor. Porque esa belleza no puede desaparecer, pues “Dios no se muda” –como dice Santa Teresa; Dios es inmutable ante lo que a nosotros nos produce tanta turbación. Porque la belleza del hombre y de la mujer es más fuerte que el suicidio, que nunca la conseguirá velar. Porque no hay conducta humana, por dramática que sea, que pueda más que la belleza, la bondad y la verdad última que Dios dice con su acto creador. Porque es posible seguir viendo lo bello de cada persona que se suicida, más allá de cualquier consideración humana. Porque no hay acto humano –ni diluvio– capaz de romper ni devastar la alianza que, desde Noé, Dios ha hecho con sus criaturas para todas las generaciones[18]. Porque Dios ha puesto su arco en el cielo para grabar y recordarnos por siempre la señal de esta alianza indeleble con la humanidad[19].
Así, en palabras que Juan Manuel de Prada dejó escritas en un artículo a finales del año pasado, podemos proclamar que la esperanza cristiana consiste “en experimentar que la belleza resplandece más allá de sí misma, que cuando parece que ha llegado a su final, esa belleza florece de nuevo para no acabar nunca”[20]. Porque, como decíamos, es eterna la belleza que Dios regala a todo ser humano. Ayudar a los supervivientes de un suicidio a albergar esta esperanza es alentar un verdadero acto místico, un verdadero acto creyente, un verdadero acto de amor. Será una esperanza, eso sí, como lo es nuestra fe: pascual. Es decir, arrodillada, puesta en cruz y resucitada. Y es que en el silencio del sepulcro y en la aparente ausencia de Dios es posible recibir la gracia iluminadora del Resucitado, capaz de irrumpir hasta en los espacios existenciales de mayor negrura.
Este aparente silencio de Dios no es el mutismo de quien está ofendido, sino el callar de quien se encuentra sufriendo desconcertado. Por eso, el sufrimiento silencioso de quien se suicida (y de quienes lo sobreviven) parece encontrar su resonancia en el sufrimiento silencioso de Dios.
Eso sí, cuando habla, Dios pronuncia sobre todos ellos una palabra que es rotunda y clara: “bienaventurados…”[21]. ¡Felices vosotros! ¡Dichosos…! Esta, y no otra, es la palabra que sale de la boca de Dios.