en la vida humana.
José Manuel Caamaño López,
Profesor de Teología moral.
Facultad de Teología. Universidad Pontificia Comillas. Madrid.
El profesor Caamaño nos aproxima al tema de la conciencia, uno de los mayores de la teología moral, según él mismo nos señala en su artículo, de manera muy simple. Sin embargo, ha querido que este acercamiento sirva para poner de relieve algo tan esencial como es la conciencia moral. Ese espacio sagrado, que nos describe el autor, en donde uno se encuentra a solas con Dios ante quien, en último término, ha de responder
Palabras clave: Conciencia, Moral, Discernimiento, Teología.
In very simple terms, Prof. Caamaño surveys the subject of conscience, which as he himself states in this article, is one of the most relevant aspects of moral theology. Nevertheless, his aim has been to highlight, in particular, something as essential as is the moral conscience: the sacred space, described by the author, where one finds oneself alone with God, to whom, in the end, one must answer.
Keywords: Conscience, Moral, Discernment, Theology
Es posible que pocas personas no hayan oído alguna vez el nombre de John Henry Newman, un presbítero anglicano convertido al catolicismo a mediados del siglo XIX y posteriormente creado cardenal de la Iglesia Católica por el papa León XIII. En 2019 el papa Francisco aprobó
además su canonización.
Pero más allá de sus reconocimientos y de todas sus contribuciones teológicas, seguramente para muchos su nombre está unido inevitablemente al tema de la conciencia, sobre todo desde su conocida Carta al Duque de Norfolk, en donde aparece esa afirmación tan repetida desde
entonces y que dice lo siguiente: “Caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa (lo que en verdad no me parece de lo más apropiado), brindaré por el Papa, con mucho gusto; pero primero ¡Por la Conciencia! y después ¡Por el Papa!”.
Tales palabras, más allá del contexto polémico en el cual fueron escritas, nos indican ya la importancia de la conciencia para el santo inglés y, de igual forma, para toda la humanidad. Porque hablar de conciencia, en el fondo, es
hablar de la persona misma y de lo más íntimo de su ser. No en vano con frecuencia la conciencia se ha denominado simbólicamente como “corazón” o “interioridad”, es decir, como aquello que realmente nos define como lo que somos, pues cuando actuamos de corazón lo hacemos con autenticidad, aunque a veces no lo hagamos correctamente.
Ciertamente el tratamiento de la conciencia no ha sido uniforme a lo largo de los siglos. Incluso con frecuencia pudo ocurrir que su importancia quedara minusvalorada por la prioridad que en algunos momentos ha llegado a ocupar la ley o una determinada forma de entender la autoridad, tal y como reflejan bien las disputas en torno a los sistemas morales surgidos tras el Concilio de Trento y que han determinado toda la teología moral de los últimos siglos hasta el Concilio Vaticano II.
Incluso hoy siguen existiendo dos posturas, quizá igualmente erróneas, en la manera de hablar de la conciencia, tal y como Bruno Forte ha señalado en alguna ocasión: o bien el subjetivismo de la conciencia, o bien la defensa de un rigorismo inflexible y despiadado; dos concepciones distintas que no están exentas de una similar esquizofrenia moral, tanto la resultante de no aceptar orientación alguna para la vida como la de buscar compulsivamente normas infalibles
por doquier.
De hecho, el propio Newman supera ambas posturas al vincular la conciencia con la verdad, lo que le permite afirmar con rotundidad que “la conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo”.
Quizá por ello Newman, al igual que antes Tomás Moro o incluso Pablo de Tarso, se puedan calificar como auténticos maestros de la conciencia.
01 | La conciencia moral en la actualidad.
Decíamos que la concepción de la conciencia moral no ha sido uniforme a lo largo de la historia. De hecho, en la teología y en la filosofía moral no ha sido infrecuente hablar de la conciencia moral como algo dado o hecho que existe en las personas con las características antecedentes o consecuentes que le atribuimos, algo que el sujeto tiene como sentido interno o como una instancia interior que no sabemos -ni preguntamos- cómo se forma.
Lo habitual ha sido referirse a ella como si no tuviera un desarrollo, una génesis, como si lo importante fuese saber qué y cómo actúa en su punto de madurez. De esta forma más que estudiar el hecho de la conciencia, la preocupación fundamental ha estado en conocer su esencia. Ahora bien, en la actualidad ha sido muy importante el recurso a las diferentes disciplinas del conocimiento humano, especialmente de la psicología, para tener una visión más dinámica y positiva del fenómeno de la conciencia, incluso para ver sus polaridades, su desarrollo y la necesidad de su formación de cara a la realización del ser humano.
Tales desarrollos en el tratamiento de la conciencia moral, y en los que aquí no podemos detenernos, también han hecho fortuna en la teología moral y en el Magisterio de la Iglesia, a pesar de seguir existiendo corrientes que dan la impresión de seguir manteniendo una visión excesivamente esencialista de la conciencia. Pero a este respecto es muy importante referirse un texto del Concilio Vaticano II que nos sitúa en una dinámica ciertamente positiva para hablar de la conciencia desde el punto de vista de la teología moral. Se trata del número 16 de la Constitución pastoral Gaudium et spes, en donde se dice lo siguiente: “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se encuentra a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella. Es la conciencia la que de manera admirable le da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del próximo”.
Con estas palabras el Concilio ponía fin de manera oficial a una concepción legalista de la conciencia que, vinculada casi siempre al problema del pecado y a la manera de evitarlo, marcó toda la teología moral surgida de Trento y las disputas casuistas entre unos sistemas morales en litigio entre el rigorismo y el laxismo. Pero que el Concilio pusiera fin a una etapa y que haya dado inicio a una nueva no implica que eliminara todas y cada una de las controversias concretas en la moral fundamental, por lo menos en cuanto al alcance del citado texto, tal y como hemos dicho anteriormente.
Tales controversias, siempre latentes, se pusieron bien de manifiesto tras la publicación de la encíclica Humanae vitae de Pablo VI ya en el año 1968. Es a partir de entonces cuando de una forma clara se van delineando en la Iglesia católica dos concepciones de la teología moral, concepciones que aun convergiendo en el fundamental -lo que podemos llamar “cristocentrismo”-, sin embargo, sí muestran diferencias más o menos evidentes en prácticamente todas las cuestiones concretas que se fueron abordando en el transcurso de los años. Estas dos concepciones o corrientes son las que suelen denominarse como la de la “moral autónoma” y la de la “ética de la fe”, y que, en el fondo, vienen a representar dos formas de entender el cristocentrismo y, con ello, la teología moral fundamental en temas de tanta relevancia como es el valor y papel de la conciencia moral así como su relación con la verdad o incluso con el Magisterio de la Iglesia.
En este sentido podemos decir que a pesar de los aciertos y también de los límites de cada tendencia teológico-moral, quizás sea el momento de superar planteamientos en clave de confrontación, dado que ni el Magisterio se puede reducir a su papel como determinador o controlador de normas de comportamiento, ni tampoco a ser un mero observador indiferente de la vida moral de los fieles, sino que está al servicio de la conciencia y de la eclesialidad de la misma, sobre todo en aquellas problemáticas en las que no está en cuestión ningún dogma de fe. Por eso resulta de interés la concepción que hace años intentaba Klaus Demmer en su desarrollo de la dimensión hermenéutica de la conciencia, dado que va más allá de la simple polaridad entre conciencia y autoridad y nos sitúa ya en la clave del discernimiento moral, del cual también el Magisterio debe ser su garante al servicio de la Escritura y de la Tradición de la Iglesia. Por eso “la función del Magisterio eclesial -decía Demmer- no responde a la proposición e imposición autoritaria de una doctrina moral, sino que su función queda relegada a un proceso de comprensión y explicitación de las implicaciones morales más relevantes para la preservación de la libertad y verdad del humano”.
En efecto, Demmer señalaba que la verdad moral se consigue a través del diálogo y la deliberación, de modo que la relación entre subjetividad y objetividad pasa por la intersubjetividad, y en la que el Magisterio debería ir más allá de la precisión material de las normas morales. Esto implica la necesidad de un lenguaje no meramente normativo, sino que sea capaz de hacer ver que la moral cristiana, “antes de ser ley vinculante, es una invitación cargada de promesas […] Las normas, aun siendo inevitables, están encuadradas dentro de una dimensión salvífica que apunta a la donación gratuita más que al deber […]. Si se pasa por alto esta mutua
compenetración entre salvación y moral, el Magisterio se expone al peligro de un rigorismo moral que se olvida de su base religiosa”. Esto implica abordar el papel del Magisterio no enfrentado a la conciencia moral de los fieles, sino al servicio de su formación y del discernimiento de cada cristiano. De hecho, tal era la visión del Cardenal Newman, porque también para él la competencia del Magisterio solo se entendería adecuadamente cuando se comprende vinculada al primado de la conciencia como norma subjetiva de moral. Recordemos que también Juan Pablo II en Veritatis splendor afirmaba que la conciencia es la “norma próxima de moral” (n. 60), es decir, que estamos obligados a seguir el dictamen de la conciencia.
02 | Formar conciencias pero no sustituirlas.
En un libro titulado Estuve divorciado y me acogisteis, Jesús Martínez Gordo afirma que el Papa Bergoglio activó una nueva forma de gobernar y de impartir magisterio con la que busca «superar el largo y doloroso desencuentro que hubo entre el magisterio pontificio y la gran mayoría de los católicos desde la publicación de la carta encíclica Humanae vitae (1968) y la Exhortación apostólica Familiaris consortio (1981)»
Este desencuentro queda patente en los debates teológico-morales de las últimas décadas entre las dos grandes corrientes ya mencionadas y conocidas como la de la moral autónoma y la de la ética de la fe, con controversias que aunque surgen sobre todo a propósito de problemas de moral concreta o de bioética, sin embargo muestran con claridad dos maneras distintas de abordar la moral fundamental y consecuentemente la conciencia moral. Las fricciones entre estas dos corrientes se hicieron bien visibles en dos Congresos de moral celebrados en Roma en 1988, uno organizado por la Academia Alfonsiana con el peso de Bernhard Häring, y otro por el Instituto Juan Pablo II con la representación de Carlo Caffarra y el propio Papa Wojtyla, que en su discurso a los participantes reafirmó la doctrina magisterial alertando contra posibles excesos de algunas líneas teológico-morales, es decir, la representada por la moral autónoma, corriente bien presente en las posteriores críticas de Veritatis splendor.
Pero, y quizá aún más relevante, ese desencuentro del que habla Martínez Gordo queda bien patente en la propia vida de los fieles. Al menos eso es lo que puso de manifiesto el Instrumentum laboris en el que se recogían las respuestas del cuestionario previo al Sínodo extraordinario de la familia. Tanto es así que a menudo da la impresión de que la Humanae vitae de 1968, si bien puede ser profética en muchos aspectos, tal como había dicho Juan Pablo II, también lo es en anticipar las dificultades de su recepción, que no mejoró en el transcurrir de los años.
La Humanae vitae sigue siendo una encíclica cuestionada en la práctica y, de algún modo, escondida en la teoría, dado que ya no es objeto de preocupación para muchos moralistas. Realmente los problemas que suscita semejante rechazo generan algunas incomodidades incluso de tipo pastoral. Dicho de otra forma: se está produciendo una aceptación pastoral de la contestación práctica de la Humanae vitae sabiendo que la doctrina sostiene justo lo contrario. Tanto es así que son muchos los jóvenes católicos y no católicos que conviven juntos, que tienen relaciones sexuales prematrimoniales y que utilizan métodos anticonceptivos sin que eso les suponga un problema, algo de lo que el mismo Instrumentum laboris se hace eco; pero ni ellos ni tampoco sus párrocos y educadores, de manera que sabemos la doctrina pero aceptamos que no se cumpla.
A mi modo de ver es un desequilibrio que en algún momento necesitará ser revisado, algo que ni el Sínodo ni tampoco Amoris laetitia aborda a fondo, dado que a pesar de ofrecer soluciones pastorales no se adentran en las posibilidades de un desarrollo doctrinal como el producido en otros campos de la teología moral.
Con todo, pienso que en este sentido Amoris laetitia no solo se sitúa en clara continuidad con el espíritu del Concilio Vaticano II, sino que además va más allá de esas polémicas surgidas en la teología moral de las últimas décadas para situar la conciencia de las personas en un puesto privilegiado del desarrollo moral. De ahí que reconoce lo difícil que ha resultado dejar espacio para la conciencia de los fieles y nos llama a formarlas, «pero no a pretender sustituirlas» (AL 37).
Esa es la gran tarea de la teología moral fundamental, y quizá también la más complicada. De hecho en el prólogo al citado libro de Martínez Gordo, Monseñor Bruno Forte dice que el papa Francisco inaugura un estilo magisterial inédito en muchos aspectos: «el que busca concordar libertad y conciencia personal, en el marco de un horizonte de fe en el que a nadie le es lícito proceder en solitario y en el que a nadie se anima a abdicar de la propia responsabilidad como cristiano adulto en la fe».
De ahí que Amoris laetitia apunte hacia el «discernimiento como estilo propio y común de una fe responsable, que no busca soluciones fáciles a los problemas, sino que se esfuerza por abrirse a las exigencias de la verdad y del amor con total confianza en Dios y en su providencia misericordiosa y fiel».
En realidad hablar de discernimiento o hablar del primado de la conciencia, es también reconocer la grandeza de un ser humano a imagen y semejanza de Dios, y en donde más que la imposición sería bueno caminar hacia la propuesta y la formación, hacia el desarrollo de virtudes morales…, haciendo así concreto uno de los grandes principios en los que el Papa Francisco viene insistiendo y que tantas implicaciones tiene en casi todos los ámbitos de la vida, a saber: «el tiempo es superior al espacio». Pero bien sabemos cuánto de complicado es comenzar procesos de «maduración de la libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía» (AL 261).
03 | La conciencia moral, norma subjetiva de moralidad.
Recordemos la afirmación de Veritatis splendor: «La conciencia es norma próxima [o subjetiva] de moralidad».
Ahora bien, que uno actúe en conciencia no implica que necesariamente esté actuando bien, en el completo sentido de ese término. Sucede en casos históricos bien conocidos pero en realidad afecta también a situaciones más cercanas y cotidianas. De ahí que digamos que normalmente la conciencia, para convertirse en norma, debe cumplir una serie de condiciones que la teología moral suele sintetizar en tres: rectitud, veracidad y certeza.
La rectitud podemos describirla, acudiendo a Job 27, 6, como el sentir interno de que «mi corazón no me condena». Es el paso previo y necesario para que la conciencia aspire al bien. En el fondo, la rectitud se refiere a la exigencia de actuar con autenticidad y proceder honestamente, es decir, con el deseo de hacer el bien, algo que evidentemente no puede estar al margen de las demás condiciones. La rectitud, junto a la certeza apuntalan la coherencia y la integridad moral. La certeza le llega a la conciencia cuando ha excluido razonablemente las dudas mediante el esfuerzo por discernir el camino del bien que corresponde con la voluntad divina en la concreción histórica del sujeto de la acción que ha de elegir. No se trata de alcanzar una certeza absoluta antes de hacer la elección. De hecho, son muchas las ocasiones en que uno debe actuar sin seguridad total, precisamente para no apartarse del bien. Lo que de fondo se afirma poniendo a la certeza como condición para el buen funcionamiento de la conciencia es la convicción de que se puede crecer en el conocimiento del Dios verdadero y de su voluntad práctica para la persona en la multiplicidad y contingencia de las situaciones concretas de la vida. Se puede crecer en la posesión cada vez más plena de la libertad para el bien, sostenida por la confirmación de Dios a través de las mociones internas que siente el sujeto y que se plasma en actos, actitudes y opciones de vida cada vez más coherentes. Por ello la ley de la gradualidad es tan relevante en la vida humana.
La verdad como condición para que la conciencia pueda ser norma subjetiva de moralidad supone, sin embargo, un paso bastante más complejo de dar. No en vano ha sido uno de los grandes temas de la teología moral en las últimas décadas y ha estado muy presente en la reflexión teológica y en el Magisterio pontificio del papa Ratzinger. Referida a la conciencia, la verdad debemos ponerla tanto en la memoria originaria que es la anamnesis del bien como en el juicio práctico que hace la conciencia.
Tener esto en cuenta es evitar convertir al sujeto en criterio decisivo de la verdad. La conciencia no solo no se opone a la autoridad, sino que, como sostenía Newman, está íntimamente unida a ella por el lazo de la verdad. En este punto cabe decir que puede darse el caso en el que la conciencia puede caer en el error y esa caída pueda ser o no culpable. La tradición moral cristiana siempre ha manifestado que hay ocasiones en que la conciencia errónea es invenciblemente culpable y otras, sin embargo, en que es venciblemente culpable o errónea. Así lo dice el n. 16 de GS: «No rara vez ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado».
Ciertamente hay que decir que la conciencia invenciblemente errónea, cuando no se convierte en un mecanismo de desculpabilización, siguen teniendo derechos, siempre y cuando permanezca el compromiso con la búsqueda de la verdad, el bien común, etc. Hay unas palabras del Papa Francisco en su carta al director del periódico italiano La Repubblica el 4 de septiembre de 2013 que resultan significativas en este sentido: «me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a quien no cree y no busca la fe. Partiendo de que la misericordia de Dios no tiene límites —que es lo más importante— si acudimos a él con corazón sincero y contrito, la cuestión para quien no cree está en obedecer a la propia conciencia. Hay pecado, también para quien no tiene fe, cuando se va contra la conciencia. Escucharla y obedecerla significa, de hecho, decidirse frente a lo que se percibe como bueno o como malo. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestras acciones.
04 | Conciencia y discernimiento moral.
La palabra «conciencia» aparece 29 veces en Amoris Laetitia, mientras que «discernimiento» (con la variante «discernir») 45, y en su mayoría en su sentido propiamente moral en ambos casos. Esto nos indica ya la enorme importancia que tales conceptos tienen en la Exhortación. La conciencia y el discernimiento moral son elementos clave del documento y también de la teología moral que subyace a la propuesta del Papa y que debe asumir la teología moral actual. Ahora bien, no se trata de una puerta abierta al relativismo ni tampoco al situacionismo ingenuo de la moral cristiana, dado que, como bien puso de relieve el cardenal Baldisseri en la presentación oficial del texto citado en el Vaticano, el discernimiento «no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia».
En este sentido hay algo que es preciso señalar con claridad, y es el hecho de que el discernimiento siempre se da con vista a un determinado fin, y de ahí que aunque incluye la deliberación sobre razones, con todo no se limita a un cálculo acerca de las consecuencias, la utilidad o las preferencias personales.
Su referente último es el bien y la verdad, que no es sino la búsqueda de la voluntad de Dios, de aquello que Dios espera de nosotros en cada situación y contexto en el que nos encontremos. Por eso, hablar de discernimiento y poner el acento en el valor de la conciencia personal no implica ceder a la comodidad de una ética subjetivista. Así lo decía el profesor jesuita Julio L. Martínez en su intervención durante la presentación de la Exhortación en la Conferencia Episcopal Española: «No es posible una moral desde la concepción individualista o cerrada de la propia subjetividad, pero tampoco desde una conciencia heterónoma, cuya virtud principal sea la obediencia, una conciencia obediente obligada a seguir la verdad que alguien le dicte desde fuera, aunque sea del Magisterio. Eso supone desconfianza con respeto a la capacidad humana de la búsqueda de la verdad. Sucede cuando alguien manipula las conciencias y también cuando pedimos el amparo del Magisterio renunciando a realizar nuestro propio trabajo de discernimiento».
De hecho, llega a decir el Papa que «no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales», dado que también existen «diferentes maneras de interpretar algún aspecto de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella» (AL 3).
De ahí que el Papa pone el acento en el discernimiento y en la conciencia personal históricamente ubicada. Aún más, dado que, si bien el discernimiento y la conciencia moral aparecen vinculados a la verdad, también Amoris Laetitia señala la convicción de que la adecuación a una ley o norma general no es suficiente para «asegurar la plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano» (AL 304). Y es aquí donde el Papa recurre a San Tomás de Aquino: «aunque en los principios generales haya necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más indeterminación hay […]. En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos para los cuáles la rectitud es idéntica en las propias acciones, esta no es igualmente conocida por todos […]. Cuanto más se desciende a lo particular, tanto más aumenta la indeterminación» (AL 304).
Las normas son importantes, pero no pueden convertirse en piedras lanzadas contras las personas en la complejidad de su situación concreta. Por eso el Papa nos llama a ser humildes y realistas, dado que ciertos elementos de los ideales teológicos de la vida cristiana son presentados con tal abstracción y artificiosidad, que acaban por aislarse de las situaciones concretas de las personas y de sus posibilidades efectivas de maduración y realización.
Por eso el discernimiento es esencial en una concepción adecuada de la conciencia moral. Merecen la pena las palabras del propio Papa Francisco en una de sus primeras entrevistas concedida al director de la La Civiltà Cattolica y que pienso que son bien iluminadoras: «el discernimiento es un instrumento para conocer mejor al Señor y seguirlo más de cerca…. Se realiza siempre en presencia del Señor…, escuchando lo que ocurre, el sentir de la gente, sobre todo de los pobres. Mis decisiones, incluso las que tienen que ver con la vida normal, como usar un coche modesto, van ligadas a un discernimiento espiritual que responde a exigencias que nacen de las cosas, de la gente, de la lectura de los signos de los tiempos. El discernimiento en el Señor me guía en mi manera de gobernar».
05 | Conclusiones.
Soy consciente de que estas páginas constituyen un acercamiento excesivamente simple para tratarse de uno de los temas mayores de la teología moral. Pero al menos deseo que sirvan para poner de relieve algo tan esencial como es la conciencia moral, ese espacio sagrado en donde uno se encuentra a solas con Dios ante el cual en último término ha de responder.
Sin la conciencia no seríamos humanos. Ella une a todos los hombres y mujeres en la verdad esencial que les constituye, por encima de las diferencias históricas que realmente se dan, tal y como san Pablo puso bien de manifiesto en su Carta a los Romanos: «cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen de una manera natural las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley, como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia» (Rom 2, 14ss).
En nuestra mano está abrirse a esa voz que siempre nos está hablando en lo profundo del corazón y dejar que sea ella la que guíe nuestra vida moral a una realización cada vez más plena.